
Marcos Chávez, primera de dos partes - Contralinea
Ni siquiera puede decirse que fracasó y redundó en una democracia abortada
el dilatado proceso de apertura del antiguo régimen iniciado por José
López Portillo, con su reforma política de 1977, la cual fue
instrumentada por su chalán Jesús Reyes Heroles y cuyos hijos, Jesús y Federico, en una especie de parricidio político,
actualmente se sacian con los despojos del proyecto de nación, de
matices nacionalistas, cuyo progenitor, a contrapelo de la historia,
quiso alargarle su horizonte de vida y que, finalmente, fue destruido y
sometido al latrocinio por los promotores de la modernización neoporfirista paria, subordinada al capitalismo global, de alba glacial de los sepulcros.
En realidad, ese cambio, y los subsecuentes, a cámara lenta, dosificados, a paso de cangrejo (recuérdese
a Guillermo Prieto), administrado desde arriba, con el objeto de
atenuar los conflictos sociales que llevaron a la emergencia de los
grupos guerrilleros, evitar poner en riesgo la viabilidad y la
continuidad del sistema político por otros medios, y salvaguardar los
intereses de la élite política-oligárquica de aquellos tiempos, no
pretendía democratizar el conjunto de la vida política de la nación.
Los alcances de la reforma eran modestas y sus objetivos ambiciosos.
Forzado por el descrédito y el creciente descontento social,
sistemáticamente reprimido, que denunciaban el despotismo del régimen y
su conversión en el principal obstáculo a la democracia, con la reforma
se decidió abrir una rendija en el edificio despótico para permitir la participación legal de la oposición.

Pero limitada exclusivamente a la ciudadela electoral. Bajo ciertas
reglas del juego definidas de antemano desde el poder, con algunas
concesiones y retrocesos en el tiempo: la legalización de las
organizaciones de izquierda que el régimen cerrado las condenaba a la
clandestinidad –la derecha panista ya era una “oposición” leal–,
organizadas como partidos. Con el derecho de competir en las elecciones,
ingresar al congreso y aspirar a gobernar algunos espacios –una cosa es
administrar, con toda clase de obstáculos, por ejemplo el presupuestal o
la lucha diaria con los organismos regenteados corporativamente por el
Estado, y otra cosa es compartir o controlar el poder– y recibir
beneficios adicionales como la amnistía de presos políticos, la
disposición de parte del tiempo oficial en los medios para la difusión
de sus propuestas y otra clase de apoyos materiales. En desiguales
circunstancias.
El resto de las estructuras autoritarias de dominación, nacionales y
estatales, se han mantenido sin grandes cambios. Sometidas e integradas
al Ejecutivo, al Partido Revolucionario Institucional (PRI), al Estado,
al bloque dominante (los sindicatos, las organizaciones campesinas,
populares y empresariales, los militares, las iglesias, los poderes
legislativo y judicial, los órganos electorales, las atribuciones
constitucionales y metaconstitucionales presidenciales, los medios de
comunicación). Cerradas –como las ostras– a la democracia y a cualquier
intento proselitista de la izquierda. Sólo la extrema derecha panista se
le ha permitido usufructuar parte de los beneficios.
Las élites dominantes, las viejas y las nuevas, siempre fueron y han
sido cuidadosas en un aspecto vital para el funcionamiento del sistema
político, dado que con las modificaciones alterarían las relaciones de
poder entre las clases sociales y dentro de los grupos hegemónicos:
mantener el control de las normas electorales, de los árbitros y de las
instituciones responsables de garantizar un terreno desfavorable para
cierta oposición tildada de “izquierdista”. Aunque poco o nada tenga que
ver con esa descalificación.
Porque todos los partidos –hasta el PRI–, matriculados
constitucionalmente como “entidades de interés público” como si fueran
apéndices vermiformes del Estado –algunos de ellos rentados al mejor postor,
como el “ecologista” mexicano, Nueva Alianza o el Movimiento Ciudadano,
otros extinguidos por inutilidad pública–, de derecha a “izquierda”,
prefieren declararse vergonzosamente como un enjambre descolorido,
revoloteando –o hundidos, si se prefiere– alrededor del abigarrado pantano
del “centro” ideológico-político. Todos, con diferentes matices
–política fiscal, libertades políticas–, promueven el modelo neoliberal.
El PRI y el Partido Acción Nacional (PAN) son los radicales extremos
del neoconservadurismo político de “libre mercado”.
Los esperados torneos legales entre conservadores y reformistas se desvanecieron en el carnaval democrático.
Vista a la distancia, la legalización, la institucionalización, la
cooptación y el envilecimiento de la oposición ha sido aceptablemente
exitosa, de acuerdo a la reorientación política y económica definida por
el bloque dominante.
La extrema derecha clerical panista, vieja enemiga del “nacionalismo
revolucionario” laico, no ha escapado al rasero de las primitivas y
nuevas artes electorales fraudulentas del priísmo, las cuales, se
supone, debieron desaparecer con la florecida “democracia”.
Recuérdese el llamado “verano caliente” chihuahuense de 1986, cuando
la inacabada apertura política contabilizaba su noveno año de vida y,
como dijera el politólogo Alberto Aziz Nassif, aún “estaba prohibido que
un partido de oposición pudiera ganar una gubernatura”, por lo que “el
PRI tuvo que hacer un gran fraude para detener al panismo”. En esa
ocasión la víctima fue Francisco Barrio, quien, al cabo, ganaría en 1992
y (des)gobernaría al estado.
En 1991, en Guanajuato, el priísmo le recetó la misma terapia a Vicente Fox. Pero la negociación palaciega
entre Carlos Salinas y el panismo, que se volverá una norma entre las
relaciones de ambos partidos, tuvo un desenlace feliz. Cada uno sacrificó sus peones, Ramón Aguirre y Fox, y nombraron a un genérico intercambiable como gobernador interino de esa entidad, el panista Carlos Medina Plascencia.
Quizá el último acto disidente serio del PAN fue el apoyo otorgado
por Manuel J Clouthier a Cuauhtémoc Cárdenas, ambos candidatos
presidenciales en 1988, y la ruidosa protesta postelectoral, merced a la
percepción ciudadana de que Carlos Salinas se había robado olímpicamente la corona por medio de un fraude monumental validado por las autoridades del ramo.

El cochinero electoral democrático salinista fue complementado con el baño de sangre.
Al cierre de 1994, el politólogo-antropólogo Gilberto López y Rivas,
señaló que en ese sexenio fueron asesinados 300 perredistas, lista
iniciada con Francisco Xavier Ovando Hernández y Román Gil Heráldez,
colaboradores de Cárdenas, acribillados cuatro días antes de que se
celebraran las elecciones.
En 1997, cuando el Partido de la Revolución Democrática (PRD) ganó la
capital, sus muertos sumaron más de 600. A julio de 1998 subieron a
casi 700. La contabilidad se torna obscura cuando se agregan a otros
descontentos sin partido.
Como una diosa sedienta para poder florecer y consolidarse, nuestra “democracia” exige sangre, y Salinas, Ernesto Zedillo, Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña se la han proporcionado pródigamente.
Fue sangre de distintos tonos de rojo en la era del anticomunismo y
la antidemocracia feroz y obsesiva del presidencialismo autoritario
priísta. Es sangre roja de Ayotzinapa y de otros en la época fiera y
tenaz contra los disidentes del presidencialismo autoritario bicéfalo,
PRI-PAN, anacrónico, neoliberal y antidemocrático.
Pero la diosa “democracia” es insaciable y requiere de caudales de sangre revuelta de cualquier clase.
Con el terrorismo de Estado, Calderón le ofrendó 83 mil tipos de
sangre en 6 años. Peña Nieto llevaba 57 mil en 32 meses hasta marzo de
2015. (http://zetatijuana.com/2015/08/31/tercer-informe-de-pena-57-mil-410-ejecuciones).
Insatisfecha, esa “democracia” bárbara que devora,
desaparece y tritura toda clase de carne, huesos, estado de derecho,
libertades republicanas, derechos humanos.
Nunca ha sido sangre azul, noble, real, aristócrata.
Demasiada sangre para un país que no es una dictadura militar
clásica. Demasiada para un régimen policiaco-militar opresivo que
realiza una guerra de limpieza social.
Dijo Joe Biden, vicepresidente de Estados Unidos, a finales de
febrero: “Hemos sido testigos de demasiados ejemplos de tortura y
violencia utilizadas para intimidar a periodistas mexicanos y civiles, ejecuciones extrajudiciales, demasiados padres llorando por la pérdida de sus hijos a manos de la violencia” en México.
Por esos días Perseo Quiroz, de Amnistía Internacional de México,
remarcó la crisis de derechos humanos en México que empeora cada año:
creciente pobreza; torturas; desapariciones forzadas por agentes del
Estado y por particulares en medio de una impunidad ‘‘casi absoluta’’; ejecuciones
extrajudiciales, inseguridad; violaciones permanentes al derecho a la
libertad de expresión y en contra de periodistas y defensores de
derechos humanos; atropellos a los derechos más elementales de las
comunidades indígenas y campesinas por parte de las empresas que
explotan abusivamente los recursos naturales. Esa crisis que al
señalarse provoca la reacción dura del gobierno que se resiste al
escrutinio internacional, descalifica y reta a organismos de derechos
humanos, mientras que la Suprema Corte de Justicia de la Nación se lava las manos.
Ése es el costo requerido de que los frutos sean cosechados por las familias reales
como la de Fox o la de Salinas, los hermanos José Antonio (director del
agonizante Petróleos Mexicanos, Pemex) y José Luis (del Grupo Higa y
las casas de la consorte de Peña y Luis Videgaray), hijos de José
Antonio González Pereira (contratista de Pemex), de Hipólito
(neopetrolero y contratista de gobiernos priístas, panistas y
perredistas).
Pillaje del presupuesto. Despojo de las riquezas nacionales. Tráfico
de influencias. Conflicto de intereses. Inflación de costos. Obras
defectuosas. Minucias y defectos democráticos.
El bloque dominante y su apéndice priísta sabían y saben que las
reformas electorales tienen sus riesgos y aceptaron correrlos, en buena
lid o por si fallaban los artilugios: la pérdida de municipios –por
ejemplo, en 1981 fue derrotado en Xonacatlán, Estado de México, ante el
Partido Popular Socialista, o la capital de Chihuahua en 1983, ante Luis
H Álvarez– y gobiernos estatales –el PRI perdió el primero en Baja
California, en 1986, ante el panista Ernesto Ruffo–, con la posterior
alternancia en los mismos, en una competencia electoral más reñida, lo
que alteraría históricamente el mapa político y la composición del
Congreso, hacia la pluralidad política.
Al cabo, una cosa es el gobierno y otra el poder político-económico, y las élites controlan y ejercen a los dos.
El descrédito salinista y de su partido, debido al autoritarismo
exigido por el antisocial neoliberalismo, el levantamiento zapatista,
los asesinatos de líderes priístas, el desastre de 1994, aceleraron los
cambios.
Así, en 1997 perdieron la capital y el control de la Cámara de Diputados; y el Senado y la Presidencia en 2000.
Los tiempos cambiaron. Llegaron nuevos líderes tricolores y azules –por ejemplo los
Diego Fernández–, menos dogmáticos, más pragmáticos y conciliadores,
más ambiciosos proclives a los acuerdos cortesanos y al sometimiento de
los grupos de poder internos y externos. Por tanto, más confiables.
Calígula fue un extravagante generoso con Incitatus.
El sistema también lo fue. Coronaron emperadores a Fox y Calderón,
sus alumnos aventajados en las sucias artimañas electorales, la
corrupción y en lavarse las manos en sangre, ante el desprestigio social
del priísmo, que fue enviado temporalmente al sarcófago.
Entendieron que el PRI y el PAN son siameses cavernícolas y neoliberales.
El PRI giró hacia la extrema derecha y desde 1983 confundió su pelambre
con el del panismo. Se volvieron vasos comunicantes. Comparten la
“neutralidad” de sus tecnócratas. La misma ideología conservadora. El
mismo proyecto de nación neoliberal-autoritario. Las perversiones
cleptocráticas. Las camadas corrompidas.
Todo va y viene y, salvo la capital, los recuperaron en 2012.
Lo único inaceptable es que la Presidencia quede en manos de los partidos progresistas, pues podría afectar sus intereses.
Por esa razón, a Andrés Manuel López Obrador le aplicaron el mismo tratamiento de Cárdenas en 2006 y 2012.
Nada ha importado la voluntad de los electores, las leyes, la credibilidad de los gobiernos, del sistema político y de partidos.
Para quitarle la piel al león progresista, robarse la corona y gobernar como si no hubiera pasado nada, siempre han contado con la complicidad de los responsables de limpiar el estiércol del establo
electoral: José Woldenberg, Luis Carlos Ugalde, Leonardo Valdés,
Lorenzo Córdova (el respetado Arnaldo Córdova debe de estar furioso en
su tumba); los magistrados del Tribunal Electoral como Constancio
Carrasco o María del Carmen Alanís; los responsables de la fiscalía de
delitos electorales como Santiago Nieto. La aceptación voluntaria de su
deshonra ha sido jugosamente recompensada.
La apertura electoral evidenció que es imposible enderezar al jorobado sistema.
En ese escenario, la única opción social democrática y postcapitalista que queda es romperle el espinazo al autoritarismo y limpiar el ambiente mórbido con los vendavales revolucionarios.
El triunfo de las élites dominantes puede ubicarse en dos puntos:
además de mantener el gobierno y el poder, ya sea por medio del PRI o
del PAN:
1) Mantener el control del gobierno y el poder, y restringir la
participación pasiva de la población en el terreno electoral,
confundiendo deliberadamente esa apertura política limitada como la
democratización de la nación.
Según Asael Mercado y Nicolás Gallegos, la apertura controlada y
restringida del sistema político tiene por objeto crear una nueva forma
de gobernabilidad y legitimidad de la estructura de poder político y
económico requeridos por el modelo de desarrollo neoliberal, para
garantizar la libre reproducción del capital.
Pero la “democracia, así planteada, no pretende que el ciudadano
participe en forma alguna, en las decisiones fundamentales del país”.
Sólo busca “una democracia acotada a la elección de los órganos de
gobierno”, de tal manera “que no ponga en peligro los intereses de los
grupos nacionales dominantes, socios del capital hegemónico
internacional”. “Se trata de que la población no intervenga en las
decisiones fundamentales, sobre todo en el ámbito económico que, es
donde se analiza la formación y distribución de la riqueza” (La crisis de la democracia en México, 2008).
Una “democracia acotada”, de acuerdo con Jürgen Habermas, como la
“democracia formal”, sólo se plantea “que los ciudadanos pueden ser
consultados o no” y “sólo se les deja la función de ser legitimadora del
gobierno. Así, es de entenderse que desde el poder dominante se
promueva la implantación de ésta democracia acotada a la legitimación, y
no así, aquella democracia que tiene una serie de normas, principios y
procedimientos orientados a construir regímenes políticos abiertos con
amplia participación de los ciudadanos en todos los órdenes”.
“La sociedad mexicana está lejos de llegar a democratizarse, durante
el siglo XX, el sistema político mexicano, se comportó acorde con sus
características principales: autoritario, corporativo y
antidemocrático.”
Mercado y Gallegos agregan que la alternancia partidaria “no
significa la democratización de la sociedad”. Puede ayudar a remover los
obstáculos que la imposibilitan y que han sido impuestos del gobierno
para avanzar en esa dirección.
La alternancia en el gobierno entre el PRI y el PAN, que comparten el
mismo proyecto de nación, neoliberal y políticamente controlado y
restringido, tuvo como objeto “bloquear y evitar a cualquier costo la
llegada de una fuerza política de oposición con un proyecto político
diferente y un candidato –como Andrés Manuel López Obrador [antes lo fue
Cárdenas] – que hiciera peligrar la operación de las políticas
neoliberales”. Ello “explica el porqué Vicente Fox Quesada, desde su
posición e investidura de Presidente de la República, tuvo, casi, como
único objetivo, claramente definido desde el principio de su gobierno,
el de evitar que un partido de oposición de izquierda accediera a la
Presidencia de la República –con la ayuda y bendición de Dios–”.
2) La derrota de la izquierda y de los grupos progresistas que
decidieron convertirse en partidos paraestatales al integrarse como
furgón de cola del tren electoral (expriístas, comunistas, trotskistas,
exguerrilleros): el Parido de la Revolución Democrática (1989) y su
escisión, el Movimiento Regeneración Nacional (2011).
La vieja izquierda, damnificada ideológica y políticamente con el
desplome del bloque socialista, sustituyó la lucha revolucionaria hacia
el socialismo por el cambio gradual y pacífico del autoritarismo por la
democracia, la cual nunca ha estado en la agenda del capitalismo.
La república (el imperio de la ley o estado de derecho, la igualdad
ante la ley y la protección los derechos fundamentales ante los abusos
de los grupos poder) democrática (el gobierno por el elegido el pueblo;
el elector como base de su legitimidad y soberanía; la división de
poderes) indirecta (delegación electoral) o directa (mediante
plebiscitos vinculantes, la iniciativa legislativa popular, el votación
popular de leyes, entre otras formas), las libertades políticas y las
conquistas económicas, laborales y sociales (derechos humanos, libertad
de expresión, salarios justos, prestaciones sociales, seguridad laboral,
la redistribución del ingreso, el estado de bienestar, las regulaciones
a los monopolios), fueron arrancadas a las burguesías antirrepublicanas
y antidemocráticas por los movimientos sociales (populares, sindicales,
socialdemócratas, comunistas), a costa de su sangre, sus muertos, sus
detenidos, perseguidos y desaparecidos.
Recuerda Immanuel Wallerstein, en su trabajo La democracia: ¿retórica o realidad?,
que desde la revolución francesa los conceptos “democracia” y
“demócrata” eran empleados únicamente por los “radicales peligrosos” y
las “organizaciones de extrema izquierda”. Nunca fue una aspiración de
la burguesía.
Pero una vez que se les concedió el sufragio a las “clases
peligrosas” y sus partidos, y se les incluyó nominalmente en el proceso
político, agrega Wallerstein, se les volvió menos iracundas, y los
temidos cambios políticos se esfumaron o se volvieron menores. “Las
concesiones dieron la impresión de acabar de las inclinaciones
revolucionarias de las masas astrosas”.
Esas concesiones graduales sirvieron para “aplacar la ira, incorporar
a los rebeldes y asegurar su lealtad, siempre con el fin de salvar la
estructura básica del sistema”.
“Todo debe cambiar para que no cambie nada”, dixit Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, en su gran obra El leopardo jaspeado.
“A la larga sirvieron como los mejores garantes de la estabilidad
política del sistema-mundo”. Su acceso al poder los convirtió “en los
verdaderos desmovilizadores políticos”, y demostró su incapacidad para
cumplir con “su promesa histórica” de “construir una sociedad nueva, un
mundo más igualitario, democrático”. “Sin igualdad en todos los campos
de la vida social, no hay igualdad posible en ninguno de esos campos en
particular, tan sólo es un espejismo. La libertad no existe en donde la
igualdad se encuentra ausente. Los poderosos tenderán a prevalecer en un
sistema no igualitario”.
Wallerstein: “nadie espera que estos partidos hagan una revolución, ni siquiera pacífica”.
Pero “la desilusión vino después de la ilusión del éxito”.
La ilusión del gradualismo democrático funcionó mientras creció la
economía, se amplió el estado de bienestar y se ampliaron las libertades
civiles. Aunque la protesta social de la década de 1960 mostraron la
crisis de credibilidad y legitimidad que enfrentaba el capitalismo.

El sueño terminó con el triunfo de la contrarrevolución
conservadora iniciada a finales de la década de 1970, la cual ha
desmontado gran parte de los avances democráticos, económicos, sociales y
políticos en la mayor parte del mundo. Ese proceso se aceleró con el
colapso sistémico de 2008. Si la izquierda oficial, alabada como
“civilizada”, “moderna”, por excomunistas como los Jorge Castañeda y
Alcocer, contribuyó a la construcción de la democracia, después ayudó a
desmontarla con una gran dosis de autoritarismo, al convertirse en
gerente-policía de neoliberalismo autoritario global (Felipe González,
François Mitterrand, Anthony Blair, Gerhard Schröder, Gordon Brown,
Andreas Papandreu, Alexis Tsipras, Dilma Rousseff).
Las brutales políticas de austeridad impuestas y el desmantelamiento
del Estado y las conquistas sociales y políticas impuestos por los
organismos multilaterales por medio de gobierno, por medio de gobiernos
impuestos sin legitimidad, arrasaron con la desacreditada “democracia”
burguesa.
La irrupción de los descontentos evidenció la necesidad de reinventar ese concepto que se ha convertido en espectral.
Marcos Chávez, primera de dos partes
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