La Jornada - Editorial
Familiares de dos
normalistas de Ayotzinapa –asesinados en diciembre de 2011 por policías
estatales y federales en las inmediaciones de Chilpancingo y de otro que
fue torturado– anunciaron su decisión de denunciar al Estado mexicano
ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos debido a que, a más
de dos años de los homicidios, persiste la impunidad en torno del caso.
El 12 de diciembre de aquel año, en las postrimerías de un sexenio de suyo sangriento, cientos de estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos bloquearon la autopista y la carretera federal México-Acapulco a la altura del río Huacapa. Durante meses habían buscado inútilmente una audiencia con el entonces gobernador Ángel Aguirre Rivero, para reclamarle el cumplimiento de promesas formuladas previamente.
El perredista les había prometido incrementar la matrícula escolar, disminuir los promedios de ingreso requeridos, dar plazas de docentes a los egresados de la generación 2012, reparar el plantel, dotarlo de recursos para la producción agrícola y darles un tractor y un autobús, ofrecimientos que quedaron en nada. Para colmo, la secretaría estatal de Educación había impuesto como director a un individuo que no cumplía con el perfil requerido y, ante el rechazo de los alumnos a aceptar tal designación, el plantel fue cerrado por un grupo de maestros.
Con ese telón de fondo, una gasolinera contigua al bloqueo carretero fue incendiada en circunstancias aún discutidas –las versiones oficiales aseguran que por los normalistas, pero otros testimonios afirman que fueron agentes policiales vestidos de civil los que provocaron el incendio–, y los uniformados estatales y federales abrieron fuego contra los estudiantes, matando a Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús e hiriendo a varios más. Otro normalista, Gerardo Torres Pérez, fue detenido y torturado por los agentes. Las autoridades estatales y las federales se negaron a investigar los homicidios; la responsabilidad de éstos se diluyó y el episodio aún no ha sido investigado seriamente.
A la distancia, ese episodio permite ver con nitidez que tres
años antes de la atrocidad de que fueron víctimas los estudiantes de
Ayotzinapa en Iguala, la barbarie represiva oficial contra los
normalistas venía de mucho antes. Así como después del 26 de septiembre
de 2014 los gobiernos federal y estatal han buscado delimitar la
responsabilidad por los hechos de aquella noche a la policía municipal
de Iguala, en 2011 la Secretaría de Seguridad Pública federal buscó
eximirse de culpas atribuyendo los asesinatos únicamente a las fuerzas
estatales. Y, como lo hicieron en 2011, las autoridades han apostado al
paso del tiempo y al olvido para eludir su obligación de esclarecer a
fondo los seis homicidios y las 43 desapariciones perpetradas en las
calles igualtecas.
En ambos casos ha resultado obligado el recurso a mecanismos de
justicia foráneos. La demanda contra el Estado mexicano anunciada ayer
por los padres de los asesinados en el bloqueo carretero de 2011 es
consecuencia de una persistente impunidad que recorre los sexenios y
ante la cual sigue sin haber voluntad oficial de esclarecer y procurar
justicia, como exhibe hasta ahora el desempeño oficial ante la barbarie
de Iguala. La presencia en México del Grupo Interdisciplinario de
Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos es, asimismo, resultado de la inoperancia gubernamental.
Desde luego, no son esos los únicos casos en los que Estado mexicano
ha debido enfrentar procesos en instancias internacionales. Con
lamentable frecuencia el sostenido deterioro del estado de derecho y la
crisis de derechos humanos que enfrenta el país dejan a los agraviados
un solo camino: buscar justicia fuera de México.