
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La calcificación del putrefacto sistema
autoritario PRIista tarde o temprano generará la derrota del mismo. Los
acomodos simuladores en el gabinete presidencial, el cínico carpetazo
del caso de la Casa Blanca y el discurso de autoalabanzas en Palacio
Nacional, con motivo del tercer informe de gobierno, hablan de una
enorme falta
de creatividad y liderazgo entre los hombres y las mujeres que rodean a quien despacha en Los Pinos. Se extiende la sospecha de que México no tiene presidente, sino solamente un administrador de cuarto nivel de negocios e intereses ajenos.
de creatividad y liderazgo entre los hombres y las mujeres que rodean a quien despacha en Los Pinos. Se extiende la sospecha de que México no tiene presidente, sino solamente un administrador de cuarto nivel de negocios e intereses ajenos.
La vía institucional está cancelada. El estilo caciquil y mafioso del
“nuevo” PRI ha logrado infectar todas las instituciones supuestamente
públicas del país. El ridículo espectáculo de aplausos huecos de los
titulares de los órganos y organismos del Estado mexicano en el acto
informal de presentación dictatorial del informe fue una estampa de la
total sumisión de los poderes públicos a la voluntad del máximo
líder-títere de la nación.
Antes, durante el periodo de la esperanza democrática de la década de
los noventa y a principios del siglo actual, el presidente de la
República tenía la obligación de presentar personalmente su informe ante
al Congreso de la Unión. En un importante ejercicio de equilibrio de
poderes, frecuentemente recibía allí fuertes críticas y cuestionamientos
de los partidos opositores.
Hoy, en cambio, el jefe del Ejecutivo solamente está obligado a
enviar el informe por escrito al Poder Legislativo. Fue el mismo Manlio
Fabio Beltrones, populista sonorense que sigue el ejemplo de Plutarco
Elías Calles, quien impulsó este cambio legal cuando era senador de la
República. Aprovechando el nuevo formato, Peña Nieto ha podido recuperar
la vieja práctica autoritaria del “Día del Presidente” por medio de la
organización de un fastuoso evento en Palacio Nacional, sin base
constitucional o legal alguna, donde él dirige un discurso profundamente
ideológico y demagógico a un ejército de leales soldados priistas.
México cuenta con instituciones mucho más débiles que Guatemala. En
el país vecino del sur el Ministerio Público, el Poder Judicial y la
Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG) han demostrado la
fortaleza y la independencia necesarias para actuar en contra tanto del
primer mandatario del país como de la vicepresidenta de la República.
Pero en México ninguna institución ha podido –o ni siquiera lo ha
intentado– acabar con el régimen de impunidad y complicidades caciquiles
que mantienen a la casta de corruptos en el poder.
Las conductas del INE y del Tribunal Electoral en los casos de Monex y
del Partido Verde, así como la negativa de la Suprema Corte para
abordar a fondo la consulta sobre la reforma energética y el despido
injustificado de Carmen Aristegui, evidencian la plena subordinación de
esas instituciones. Y constituye una vergüenza internacional la
negligencia criminal de la Procuraduría General de la República, ya sea
bajo el mando de Jesús Murillo Karam o de Arely Gómez, frente a las
constantes masacres de inocentes y la represión incesante de activistas y
periodistas.
La buena noticia, sin embargo, es que la sociedad mexicana es igual o
más consciente y fuerte que la guatemalteca. Los dos pueblos tienen
raíces históricas comunes y contextos políticos similares. De acuerdo
con Latinobarómetro, Guatemala y México encabezan la lista de países
latinoamericanos con mayores niveles de desconfianza y descontento
ciudadanos en las instituciones “democráticas” realmente existentes.
Ambas naciones tienen la fortuna de contar con poblaciones que no se
conforman con las típicas simulaciones de la clase política neoliberal.
Sin embargo, en dichos países la desesperación y el desánimo
populares, junto con una buena dosis de fraude electoral, impulsaron el
retorno al poder de fieles representantes del viejo sistema autoritario.
En 2011 llegó a la presidencia de Guatemala un general represor, Otto
Pérez Molina. Después, en las elecciones mexicanas de 2012, conquistaría
Los Pinos el más fiel representante del viejo PRI caciquil del Grupo
Atlacomulco, Enrique Peña Nieto.
Posteriormente, ambos pueblos se darían cuenta de su grave error.
Primero en México, en 2014, surgiría una enorme movilización popular a
favor de la justicia, la paz y las libertades democráticas a raíz de la
desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. Enseguida, en 2015, los
guatemaltecos se inspirarían en el ejemplo mexicano y también se
levantarían en contra de su retrógrado presidente corrupto y asesino.
La diferencia clave entre Guatemala y México es que en el país vecino
algunas instituciones clave se encuentran del lado de la esperanza
ciudadana. En México no hay una sola.
La única posibilidad de transformación en México es entonces por la
vía de la política, en el mejor sentido de la palabra. No tiene ningún
sentido acudir a las instituciones corrompidas para rogarles su apoyo o
exigirles que cumplan su mandato constitucional. Lo que hace falta es
organizarnos como ciudadanos en un gran frente a favor de la justicia
social. En esta tarea será necesario deshacernos simultáneamente de
sectarismos antipartidistas, mesianismos independentistas y oportunismos
electoreros. Caminemos juntos para conquistar y transformar el poder
público, dando pie a un nuevo régimen de libertades, igualdades y
derechos democráticos
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso