
MÉXICO, D.F., (apro).- “Si nuestros soldados no han sido señalados
en ninguna de las averiguaciones, ¿cuál es la razón de ir a los
cuarteles?” para averiguar sobre el caso de los 43 normalistas
desaparecidos de Ayotzinapa, cuestionó el secretario de la Defensa
Nacional, Salvador Cienfuegos.
No obstante, la sombra de los hechos ocurridos en Iguala, Guerrero, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, persigue al Ejército mexicano porque el ataque fue conocido e incluso presenciado por soldados y oficiales, como lo ha documentado la revista Proceso en varias de sus ediciones.
Este lunes, el diario ‘El País’ difundió una nota en la que destaca
las declaraciones del teniente Joel Gálvez y del soldado Eduardo Mota,
que revelan cómo el 27 Batallón de Infantería destacamentado en Iguala y
su cuartel general en Chilpancingo recibieron información de primera
mano del atentado contra los estudiantes de la Escuela Normal Rural de
Ayotzinpa, en el que seis personas fueron asesinadas, tres de ellas
normalistas.
Pese a ello, el Ejército mantuvo la distancia y dejó que la Policía
Municipal, un apéndice del narco, detuviese a los jóvenes. “No te
acerques mucho ni te arriesgues”, llegó a decirle un oficial de
inteligencia a un agente en uno de los ataques, según el diario.
Las declaraciones de Gálvez y Mota a la Procuraduría General de la
República (PGR), añade, muestran el conocimiento que tuvo la
inteligencia militar de la tragedia. Un convulso episodio en el que la
Policía Municipal, a las órdenes del Cártel de Guerreros Unidos –apunta–
desató una persecución que sumió a Iguala en el caos.
Durante la caza, dos estudiantes murieron a balazos, otro fue
desollado, y tres personas ajenas a los hechos fueron tiroteadas al ser
confundidas con normalistas. Todo, sin que los militares intentaran
impedirlo.
El flujo de información, destaca ‘El País’, partió del denominado
C-4, un sistema de coordinación de seguridad en el que también
participaba la policía estatal y federal. Allí, un sargento mantenía al
tanto al oficial de inteligencia, quien a su vez ponía en conocimiento
de la espiral de violencia a su superior, el coronel José Rodríguez
Pérez, y al cuartel central de la 35 zona militar, al mando del general
Alejandro Saavedra Hernández.
El teniente Gálvez, según su relato, recibió al menos nueve llamadas.
En la primera, el oficial ordenó al soldado Mota, encargado de
comunicaciones y encriptación, acudir a uno de los focos de tensión, a
pocos metros de la central de autobús.
Allí la Policía Municipal rodeaba un transporte repleto de
normalistas e intentaba someterlos mediante gases lacrimógenos y
amenazas: “¡Si no bajan, les irá peor!”, les gritaban. Los que se
rendían quedaban tendidos boca abajo. Era su sentencia de muerte. Este
contingente de detenidos acabaría siendo entregado a los sicarios,
puntualiza el diario español.
El agente de inteligencia tomó fotos y, tras ser conminado por su
teniente a no acercarse, regresó a su batallón. A partir de ese momento
se sucedieron las llamadas del C-4 y también las peticiones de ayuda de
ciudadanos.
Los militares, bajo órdenes del coronel, empezaron a patrullar la
ciudad. Acudieron a los sitios donde se habían refugiado por decenas los
normalistas, y en el Hospital General y la Clínica Cristina se toparon
con heridos graves, algunos al borde de la muerte, y escucharon los
relatos del terror.
En su recorrido encontraron varios cadáveres. Primero, dos
estudiantes tiroteados a quienes ni siquiera se acercaron. Luego, los
tres acribillados en el ataque al autobús del equipo de fútbol Los
Avispones, que la Policía Municipal confundió con normalistas. Yal alba,
las primeras luces descubrieron el rostro desollado y sin ojos del
estudiante Julio César Mondragón. Esa noche desaparecieron 43
normalistas.
De acuerdo con el exprocurador general de la República, Jesús Murillo
Karam, y el secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, la
ley impide a los militares actuar fuera de sus cuarteles si no es bajo
petición de la autoridad civil, pero no ocurrió así esa noche.