Juan Carlos Ruiz Guadalajara
Las contradicciones
entre el discurso político y las evidencias objetivas sobre la crítica
situación nacional son la muestra más clara del desprecio que hacia la
verdad profesa el grueso de la clase política mexicana y los poderes
fácticos que la acompañan. No estamos ante una simple cuestión de
percepciones diferentes sobre la realidad, sino ante el ejercicio
cínico, descarnado y profundamente criminal de la mentira a través de la
manipulación mediática de una sociedad mayoritariamente hundida en la
miseria, o en el mejor de los casos sumergida en la precariedad salarial
y educativa. Sólo así se explican los mensajes que los partidos
políticos, con el PRI y el Verde a la cabeza, disparan desde hace meses
sobre la población mediante radio, televisión, prensa y espacios
públicos de todo tipo.
La planeación, frecuencia y, sobre todo, los inmensos recursos de
oscura procedencia que sustentan esa propaganda, tienen como objetivos
la confusión y el engaño, aspectos que defienden teóricos y mercenarios
de la publicidad, quienes venden sus servicios con el argumento de que
lo importante no es la realidad sino la percepción que logren construir
de ella en la gente. Por ello existen publicistas que aceptan cobrar
fuertes sumas por diseñar mensajes inauditos donde el priísta César
Camacho, líder nacional del partido de Cuauhtémoc Gutiérrez, denuncia la
corrupción de sus rivales políticos, por señalar un ejemplo.Este sistemático bombardeo mediático sobre una población inerme y predominantemente despolitizada implica una fuerte carga de violencia, que destruye paulatinamente las últimas posibilidades de transitar pacíficamente hacia la democracia. La escasez de espacios mediáticos libres, al servicio de la verdad, del debate de ideas y de los intereses ciudadanos, y que pudieran servir para contrarrestar los efectos de la propaganda basada en el dinero y el engaño, agrava un contexto nacional de acumulación de impunidad y corrupción que está a punto de estrangular al país.
El ejemplo paradigmático de esta situación lo representa Enrique Peña Nieto con su decidida intención de extraviar la memoria social a golpe de propaganda sustentada en la mentira, tal como lo hacen sus compañeros de viaje político en la senda de la corrupción que recorren desde hace tiempo. Frente a sus actos documentados de conflicto de interés, tráfico de influencias o tolerancia hacia la impunidad de su círculo más cercano, Peña Nieto y su partido le apuestan a la publicidad y a lograr por esta vía una especie de asimilación colectiva u olvido social de los agravios. ¿Cómo resistir a tal intento? ¿Cómo recuperar la contundencia de la realidad que se quiere ocultar? ¿Cómo lograr que Peña Nieto reflexione sobre la gravedad de sus actos?
Frente a un Presidente ajeno a las letras y sin formación humanística, sugiero que los mexicanos acudamos a los orígenes de la historia para rescatar el viejo ideal de convertirla en maestra de la vida y la política. En la tradición occidental la historia, como indagación de los hechos pasados, surgió en el Asia Menor y en el Ático griego en el siglo V a.C. merced a las obras de Heródoto y Tucídides, quienes narraron las guerras de su siglo y analizaron con especial cuidado a los hombres que ejercieron el poder, sus motivaciones y, sobre todo, los contrastes entre aquellos que con sus acciones engrandecieron a sus pueblos y aquellos otros que los hundieron con sus miserias y ambiciones.
Tucídides, por ejemplo, destacó en su historia de la guerra
entre Atenas y Esparta la trayectoria del ateniense Pericles como
militar comprometido, político honesto y ciudadano ejemplar, defensor de
las primeras formas de democracia en Occidente. Fueron esas cualidades
la base de su ascenso al poder y del apoyo que logró de los atenienses
en las acciones que emprendió para engrandecer Atenas, y que dejaron una
huella que perdura hasta hoy. Sin embargo, la legitimidad de su poder y
liderazgo quedaron a prueba en los momentos de mayor sufrimiento para
su pueblo, mismo que había aceptado apoyarle en su decisión de ir a la
guerra contra Esparta: en el año 430 a.C., segundo de aquel conflicto, y
tras resistir dos invasiones de los espartanos, una peste asoló a los
atenienses quienes, debilitados en su ánimo, decidieron culpar a
Pericles de todas sus desgracias.
Entonces Pericles convocó a una asamblea para enfrentar los
cuestionamientos de su pueblo, mismo que decidió multarlo para
finalmente ratificarle su mando y autoridad como estratega al frente de
todos los asuntos públicos de Atenas, incluida la guerra. Ello fue
posible porque el pueblo ponderó que en tiempos de paz había gobernado
con moderación y garantizado la seguridad, y en tiempos de guerra se
manejaba con prudencia y apegado al interés común por encima de los
intereses particulares. De acuerdo con Tucídides, Pericles podía
enfrentar el enojo de su pueblo por la autoridad que acumuló gracias a
su prestigio y talento, por ser manifiestamente insobornable, pero sobre
todo por no haberse hecho del poder por medios ilícitos, condiciones
que lo facultaban para hablar con la verdad y guiar a su gente en
cualquier situación. En el 429 a.C. Pericles murió víctima de la
epidemia.
Este fragmento de historia antigua puede ayudarnos como mexicanos a
eliminar parte de las propagandísticas sombras que obstruyen la visión
clara sobre una contundente realidad: el actual Presidente de México no
tiene autoridad para gobernarnos, carece de prestigio y talento, trabaja
en contra del bien común, es manifiestamente sobornable y se hizo del
poder por medios ilícitos. Con tales prendas sólo puede encabezar una
nación convertida en cementerio clandestino, hundida en la corrupción,
el crimen, la desigualdad, la impunidad y el saqueo. La lección de la
historia es cruda y urgente: Peña Nieto jamás podrá verse en el espejo
de Pericles.