
Flor Goche - Contralinea
Ayotzinapa, Tixtla, Guerrero. Aristeo
González siempre está ahí: en cada mitin, en cada marcha, en cada
actividad por la presentación con vida. Aun así, pasa inadvertido. No es
de los que quiere tomar el micrófono: expresar públicamente su sentir;
agradecer las muestras de apoyo. A pesar de su doble herida, su dolor es
más bien silencioso.

Jorge Luis y Dorian, originarios de
Xalpatláhuac, comunidad ubicada en una de las regiones más marginadas y
de extrema pobreza en México –la Montaña de Guerrero–, quisieron
formarse juntos como maestros rurales; y, por ello, estudiar en Ayotzinapa y ser graduados de la misma generación.
Con el objetivo de emprender el sueño
colectivo, los hermanos se trazaron un plan. Jorge Luis, quien ahora
tiene 21 años de edad, esperaría a que Dorian, 3 años menor que él,
concluyera su bachillerato. El pacto contó con el respaldo familiar. Los
muchachos se cuidarían entre sí; nada podría pasarles.
Al fin, luego de la espera, los cimientos
–esos como los que construye Aristeo en sus jornadas de albañil– ya
estaban ahí. Jorge Luis y Dorian lograron su pase a la Escuela Normal.
En el camino, los valores inculcados en el nicho familiar fueron de suma
utilidad: ser buenas personas, honrados, disciplinados, trabajadores…
El sueño tan sólo duró 2 meses. La estructura
simplemente se les desplomó. Los hermanos que edificaban el sueño de
prepararse como la vía para ser felices, pasarla bien y tener de qué
vivir fueron sustraídos del mundo de los presentes el 26 de septiembre
pasado en una operación en la que participaron policías municipales. Desaparición forzada: legado de dictaduras.
Desde entonces, Aristeo lo ha dejado todo: el cultivo de maíz, frijol, calabaza y flor de jamaica; las horas de talacha como albañil; el mantenimiento de la casita de paredes de adobe que comparte con su esposa y con su hijo que cursa la educación secundaria.
Su prioridad es una: encontrar a sus dos
muchachos; estrecharlos contra su figura de espiga; inundarlos, quizá
sin pretenderlo, de esa sonrisa tímida, transparente, que de vez en
cuando desprende su rostro moreno.
Jorge Luis: deportista, amante del futbol
y de la música pop. Dorian: inteligente, serio, dedicado al ciento por
ciento al estudio. Así describe Aristeo a sus hijos. Sus frases son
cortas y atravesadas.
Luego de que fueron aceptados en Ayotzinapa,
Jorge Luis y Dorian visitaron a su familia en dos ocasiones. En ambas,
les manifestaron su alegría y lo bien que se la pasaban en compañía de
un primo y de un paisano que ya antes habían ingresado a esta escuela.

Dos meses sin resultados tangibles, sin rastros del paradero
Es 28 de noviembre de 2014. Dos meses (9
semanas, 63 días, 1 mil 512 horas) han transcurrido desde la
desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, entre ellos
Jorge Luis y Dorian. La incertidumbre se prolonga; no hay rastros del
paradero de estos jóvenes.
Sus madres y sus padres presiden una
conferencia de prensa en las instalaciones de la normal. Los acompañan
sus abogados y los integrantes del Comité Ejecutivo Estudiantil Ricardo
Flores Magón de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Una noche
fría y sobria.

Esto se da, explican, porque la
Procuraduría General de la República (PGR) ya da por muertos a los
muchachos, es decir, se ha conformado con la versión, “endeble en
términos probatorios”, que Jesús Murillo Karam, titular de la misma,
salió a anunciarles en el día 42 de ausencia, que los 43 normalistas
habrían sido ejecutados, calcinados hasta por 15 horas en el basurero de Cocula y, posteriormente, sus restos arrojados al Río San Juan.
Plegarse a una sola teoría que, incluso,
carece de prueba científica, ha significado, asimismo, la exclusión de
facto de otras posibles líneas de investigación, entre ellas las de la
posible participación del Ejército y la Policía Federal en la
desaparición de los estudiantes.
—¿A 2 meses de la desaparición forzada de
sus hijos, el cansancio lo ha alcanzado? –se le pregunta a Aristeo,
padre de Jorge Luis y Dorian.
—Cansados no. Nosotros seguimos todavía
con coraje. Que el gobierno vea que nosotros no nos rendimos. Nosotros
estamos dando pasos más pa’ delante, hasta lograrlo, hasta que nos entregue a nuestros hijos. Fue el gobierno el que nos los quitó, el Estado.
El hombre manifiesta su indignación por
los intentos oficiales de hacer creer que los 43 muchachos tenían
vínculo con grupos criminales y que, como consecuencia, fueron
desaparecidos. Al respecto, expresa: “El gobierno nada más está
mintiendo. Quiere hacerle creer a la gente que ellos no hacían las cosas
bien, pero no. Uno como papá conoce a sus hijos. Yo les enseñé que lo
más correcto es trabajar y no agarrar vicios. Yo soy campesino y me
gusta la honradez ¿Cree que si uno fuera delincuente tuviera casitas de adobe?”

Eleucadio Ortega, suministros de fortaleza
A diario, Eleucadio Ortega, un campesino y
comerciante de café y plátanos, se suministra sus propias dosis de
fortaleza. Es por eso que aún se ve entero. El cuerpo robusto; el rostro
iluminado debajo del sombrero de paja.
“Yo me esfuerzo para encontrar a mi
hijo. Yo mismo. A mí mismo me nace la idea de encontrarlo. A mi mujer yo
le digo ‘sabes qué, yo no lo voy a dejar así porque es mi hijo, lo voy a
encontrar vivo’”, comenta.

Su rostro impreso en blanco y negro está
pegado en el respaldo de una de las 43 butacas que a propósito, para
recordar a los hijos arrebatados, fueron colocadas en la cancha techada
de básquetbol de Ayotzinapa, justo detrás del altar de santos, flores y
veladoras. Cabello tupido, cejas pobladas, indicios de barba.
Por cuestiones de estudios, Mauricio,
originario de Malinaltepec, localidad ubicada al Suroriente de Guerrero,
partió a Ayutla a los 12 años de edad. El objetivo: ingresar a la
secundaria y, posteriormente, al bachillerato. Sus tíos le dieron alojo
durante esa etapa de su vida, en la cual aprendió, además, el oficio de
la carpintería.
Inyectado por los consejos de su padre, quien en su momento desaprovechó
la oportunidad de formarse como profesor –sólo estudió hasta la
secundaria–, Mauricio, apasionado del deporte, logró concluir sus
estudios y escalar hacia el siguiente peldaño: Ayotzinapa, el sueño de trascender la pobreza.
Eleucadio se recuerda siempre, y a pesar
de la distancia, detrás de Mauricio, el tercero de sus seis hijos:
empujándolo cuando no hacía las tareas o cuando le daba flojera ir a la
escuela. Le decía: “Fíjate cómo ando yo: soy campesino, traigo
huaraches, y todo porque no me dediqué a estudiar”. Al final, dice,
Mauricio “le echó ganas y lo logró”.
Cuidador de chivos, campesino y
carpintero. Todos estos oficios aprendió Mauricio; la herencia familiar.
Ahora sólo le falta ser maestro. Ir a las comunidades más alejadas del
país a esparcir conocimiento entre los niños del futuro.
En aras de mantener en pie a la familia,
la madre de Mauricio ha asumido temporalmente las labores de cosecha y
mercadeo que antes recaían en su esposo, Eleucadio. Ha tenido incluso
que desprenderse de un par de chivos y pollos, el patrimonio familiar,
en la vendimia del tianguis de los domingos de Malinaltepec.
Eleucadio considera que la demanda, que
ahora es social, de presentación con vida de los normalistas se complica
cada vez más. Y es que, explica, a estas alturas el gobierno, que
“primero decía que se preocupaba por los chamacos”, ahora “ya no se hace responsable de ellos”.
Es por ello, continúa, que “nosotros
estamos aquí para exigirle y, si no quiere por la buena, vamos a actuar
de otra forma porque ya estamos cansados”.
A raíz de la desaparición de su hijo,
Eleucadio se desencantó del gobierno mexicano. Confiesa: “Antes nosotros
sí creíamos en el gobierno. Pensábamos que era buena gente, pero aquí
se ve que no es cierto. No hace. No ayuda. No apoya en nada”.
Manuel Olivares Hernández, de la Red
Guerrerense de Organismos Civiles de Derechos Humanos, manifiesta su
preocupación por la clara tendencia de los gobiernos federal y estatal,
principalmente del federal, de incrementar la criminalización de las
movilizaciones, la represión contra quienes siguen protestando y
exigiendo la presentación con vida de los 43 estudiantes de la Escuela
Normal Rural de Ayotzinapa. Y sentencia: “No puede haber paz ni
tranquilidad mientras los 43 jóvenes no sean presentados con vida”.
Flor Goche, @flor_contra/Enviada
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Fuente: Contralinea