Adolfo Sánchez Rebolledo - Opinión
México está inmerso en
una profunda y desconocida crisis que toca a las instituciones del
Estado, a la economía, a la vida pública como tal, pero sobre todo al
modo como se relacionan y articulan las autoridades y la ciudadanía.
Esta situación viene de lejos, incubándose en los cambios erráticos o
inconclusos de los años recientes, en la autocomplacencia del poder que
no se refleja en el espejo de la realidad, en el vacío de un ciego
reformismo que trastoca el modo de ser del país pero no lo mejora, en el
abandono ideológico y práctico del interés nacional como fundamento del
proyecto
La magnitud de la tragedia de Iguala, en su aparente gratuidad
criminal, demuestra que las cosas siempre pueden ser peores de lo
imaginado. El informe del procurador, lejos de atemperar los ánimos los
vino a exacerbar en la medida que, más allá del horror descrito en sus
páginas, vino a decirle a las familias que sus hijos jamás aparecerán,
pues salvo que ocurra un milagro en el laboratorio de la Universidad de
Innsbruck, los restos jamás serán identificados, conclusión que
despierta dudas y resulta moralmente inaceptable para los padres de las
víctimas. Si bien exigen establecer la verdad jurídica, no abandonan la
urgencia de reconstruir la historia, estableciendo las cadenas que por
acción u omisión permitieron este desenlace. No se trata tan sólo de
hallar culpables y responsables políticos, que los hay sin duda, sino de
poner a flote la miseria de un orden que está en decadencia, a las
puertas mismas del infierno.de las mayorías.
Iguala puso al desnudo la fragilidad de los cambios ocurridos bajo las banderas de la transición y la alternancia. Tras la oleada antiestadólatra, privatista, que impuso el rumbo, no se creó un régimen republicano nuevo, sino un híbrido político incompleto, ajustado a las exigencias de un capitalismo oligárquico, cada vez menos autónomo para decidir por sí mismo en el mundo global. A pesar del triunfalismo cupular, la democracia, entendida minimalísticamente como un conjunto de reglas para resolver quién gobierna, dejó intocada la desigualdad estructural, inamovible y ajena, que excluye de la ciudadanía efectiva a buena parte de los mexicanos. En consecuencia, el funcionamiento general del Estado tiene un sustento débil, pantanoso, que no logra darle sentido y proyección de futuro a la sociedad, es decir, a la nación. Ahí está la raíz de todos los problemas, incluyendo los referidos a la violencia que somete y devora a las ramas más débiles del Estado, como los municipios.
En Iguala topamos con un caso límite que se repite en otros
puntos de la República: la subordinación del poder político a los fines
de la delincuencia organizada, con la inevitable confusión de intereses
que tal simbiosis representa. No extraña que allí se exprese con trágica
transparencia la degradación del
primer orden de gobierno, es decir, la crisis del municipio como fundamento del pacto federal. La parálisis del gobierno estatal y los titubeos del poder central no sólo se explican a causa de la ineptitud o la complicidad de sus máximos funcionarios, sino por el vacío institucional consagrado en el culto extravagante a un orden formal que la realidad ha puesto en la picota. Sin duda, contra la democracia real conspira la violencia que disputa al Estado el monopolio de la violencia legítima, así como las formas de gobernar, la corrupción y el autoritarismo que subyacen ocultos bajo los procedimientos congelados de la gobernabilidad. Dicha irrupción de la violencia criminal, con su estela destructiva de la cohesión social, es tanto más peligrosa y efectiva por cuanto las instituciones básicas viven una suerte de viscosa descomposición que sólo podrá ser corregida mediante la movilización organizada de la ciudadadanía que exige una reforma a cabalidad.
En principio hay que volver a la política básica. El país está
fragmentado, dividido. La Presidencia no acaba de asumir la naturaleza
de la crisis pues carece de reflejos, quiere compromisos que no se
remiten al fondo del problema. Los partidos se esfuman como sujetos
confiables. Más allá de la espontaneidad, de la politiquería o de la
provocación, es un hecho que la gran movilización nacional marca un
antes y un después para avanzar. Pero la indignación puede
descarrilarse. Estamos en una emergencia de seguridad que descose todas
las costuras de la vida institucional. Los riesgos son inocultables. La
confrontación está a la orden del día. Contra al movilización espera la
mano dura, el cierre del ciclo de protestas y la impaciencia de los que
creen llegada la hora de una apuesta fuera de los cauces convencionales
previstos por la ley, pero ese es un paso seguro a la autoderrota. Un
columnista con muchos lectores se preguntaba hace unos días: “¿Qué
sigue? Los pronósticos van desde una sacudida mayor provocada por el
malestar social que hay en el país, hasta un ‘flamazo’ de los miles y
miles de jóvenes que se han movilizado en solidaridad con los
normalistas” (Francisco Garfias, Excélsior). Hay que tener cuidado con los aprendices de brujos. Con el fuego no se juega.