La primera sala de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) decidió ayer liberar a
tres de los cinco indígenas tzotziles que permanecían presos en el penal
de El Amate, desde hace casi 17 años, por su participación en la
masacre de Acteal, por considerar que las investigaciones realizadas en
su momento por la Procuraduría General de la República (PGR) y las
corporaciones policiacas locales fueron manipuladas, y tras haber
documentado diversas violaciones al debido proceso de los inculpados.
Así, del total de encarcelados por la masacre de 45 indígenas, el 22 de
diciembre de 1997, sólo dos permanecen en prisión, y no parece
descabellado que pudieran tener un destino jurídico similar al de los
tres que fueron excarcelados ayer.
Con independencia de los vericuetos legales, y de las consabidas
irregularidades presentes en las pesquisas de la PGR –que son, por lo
demás, falencias habituales en el sistema de procuración de justicia que
afectan por igual a culpables e inocentes–, debe señalarse que esos
fallos a la formalidad no pueden ni deben ser un elemento suficiente
para sustentar la inocencia de los acusados, quienes han sido, cabe
recordarlo, plenamente reconocidos por los propios sobrevivientes de la
matanza.
Por otro lado, el alegato sobre las deficiencias formales de las
acusaciones de los implicados ha significado una coartada
particularmente conveniente para los estamentos políticos que han
asumido la defensa de la versión oficial en torno a los hechos, la cual
ubica a la matanza de Acteal como producto de una pugna entre grupos
indígenas, a contrapelo de la evidencia documental que indica la
participación en esos acontecimientos de grupos paramilitares vinculados
al gobierno de entonces.
Por lo demás, el fallo judicial de ayer conlleva una consagración de
la impunidad en el caso Acteal, que en los años transcurridos desde
entonces ha sido casi total. Los autores materiales capturados,
enjuiciados y encarcelados tras la matanza han sido paulatinamente
liberados a raíz de fallos judiciales como el de ayer. Las autoridades,
por otra parte, han sido omisas en la investigación y el deslinde de
responsabilidades intelectuales y políticas de quienes se desempeñaban
como altos funcionarios del gobierno de Chiapas, de los mandos militares
y de aquellas en las que pudieron incurrir el entonces presidente
Ernesto Zedillo –acusado en tribunales de Estados Unidos por familiares
de las víctimas, y defendido por los gobiernos mexicano y de aquel
país–, su secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet; el ex gobernador
chiapaneco, Julio César Ruiz Ferro; Jorge Madrazo Cuéllar, a la sazón
procurador federal en aquel tiempo, y los generales Mario Renán Castillo
y Enrique Cervantes Aguirre, responsables de la séptima Zona Militar y
de la Secretaría de la Defensa Nacional, respectivamente.
El hecho de que los autores materiales de la masacre hayan
sido liberados casi en su totalidad y que los responsables políticos de
la misma ni siquiera hayan sido llamados a comparecer en tribunales
implica que, al día de hoy, las perspectivas de esclarecimiento e
impartición de justicia en torno a Acteal se hayan desvanecido. Esa
perspectiva no sólo es inadmisible para las víctimas de Acteal y sus
deudos, sino para el país en su conjunto, en la medida que refuerza una
constante de simulaciones de justicia que se ha reiterado en Aguas
Blancas, El Bosque, El Charco; en escenarios represivos como los
registrados en Oaxaca y Atenco durante 2006, y en episodios recientes de
abuso del poder público como los asesinatos de civiles en Tlatlaya, así
como el asesinato y desaparición de normalistas de Ayotzinapa. La
institucionalidad encargada de impartir justicia en el país ha vuelto a
dar un nuevo golpe a su credibilidad, para infortunio de las víctimas de
Acteal, de sus deudos y de la nación entera.