miércoles, 22 de octubre de 2014

La violencia y el posicionamiento económico de México

Claudio Lomnitz - Opinión
Los asesinatos y desapariciones de Iguala suscitan una demanda urgente de justicia y de autocrítica ética a la sociedad mexicana. Toda la prensa y las redes sociales están ocupadas justamente de eso, y no tengo nada que agregar a lo mucho que se ha dicho en estos días, más allá de sumar mi voz al gran coro de consternación, de crítica y de solidaridad.

Pero en el plano menos urgente –menos centrado en la espantosa realidad de asesinados y de desaparecidos– el escándalo actual da pie a algunas consideraciones respecto de las implicaciones que tiene el entramado amorfo que se conoce, de manera abreviada, como “guerra del narco” para el posicionamiento económico de México en el mundo.
El aspecto abismal de México que irradian las fosas clandestinas de Iguala está potenciado de entrada por las decenas de miles de muertes y desapariciones regadas año con año en los medios de todo el mundo. Sólo que lo de ahora, lo de Iguala, es recibido como una prueba –ya innegable– de que la problemática social y la violencia que han llegado a ser la marca de México en el paisaje mediático no ha desaparecido por arte de magia con el cambio de gobierno. La magia del ímpetu de reformas del gobierno de Enrique Peña Nieto encontró su límite en el tema de la justicia y del narcogobierno.
Pero, aunque los asesinatos de Iguala aparecen en primer término como signo de continuidad, es también cierto que aparecen en un momento de transformación del entorno económico de México, y ese cambio –más sutil y más difícil de percibir desde el día a día de la política nacional– hace verdaderamente urgente que haya acciones colectivas y unificadas para poner fin a esta situación ya tristemente rutinaria de guerra sucia.
¿Cuál es el cambio de entorno económico al que me refiero?
Lo primero que importa resaltar es la desaceleración de la economía china. Esta semana se anunció que el crecimiento chino se contrajo a 7.3 por ciento anual, que es una cifra de dos décimas de porcentaje inferior a la ya muy conservadora de 7.5 por ciento que había proyectado el gobierno chino. Se trata del ritmo de crecimiento más lento que ha tenido China desde los primeros meses de la crisis de 2009 y, lo que es peor, se espera que el desaceleramiento se prolongue y se profundice. China tiene hoy problemas de deudas bancarias que pueden llegar a ser serios, una sobrecapacidad del aparato industrial del tipo que clásicamente produce crisis recurrentes en el sistema capitalista, y una burbuja inmobiliaria que ha comenzado a desinflarse. A esto se le tiene que sumar una situación políticamente delicada en Hong Kong, y una campaña anticorrupción en el Partido Comunista que puede complicarse políticamente.
Por último, la desaceleración china sucede ya sin posibilidad de que el gobierno accione un nuevo mega-estímulo económico, como lo hizo después de la crisis mundial de 2009. Se espera, por eso, que se vaya reduciendo significativamente el ritmo de crecimiento de China. Hay economistas, como Larry Summers, antiguo secretario del Tesoro de Estados Unidos, que alegan que el crecimiento superacelerado de China, que se sostuvo por 32 años, un lapso sin precedente a escala mundial, ha terminado. Summers predice que el ritmo de crecimiento chino irá en disminución rápida a partir de este año hasta bajar a niveles normales, de alrededor de 2 por ciento anual.
Sean o no certeras las predicciones como la de Summers, está claro que China comienza a crecer ya más lentamente, y que eso está teniendo un efecto sensible en las economías emergentes, y sobre todo en aquellas que han crecido por exportaciones de materias primas, como Brasil, Argentina, Chile, Venezuela, etcétera.
El segundo factor, que no se relaciona demasiado con la desaceleración relativa de la economía china (porque la demanda china en este rubro se ha mantenido robusta), es la baja internacional de los precios del petróleo, que han caído en alrededor de 25 por ciento desde junio. Esta baja de precio se debe en parte aumento enorme de producción petrolera de Estados Unidos y de Canadá, y en parte a la debilidad de la demanda en Europa y en otras zonas de estancamiento económico.
Visto todo junto, estos factores parecieran indicar que la mayoría de las economías sudamericanas, que crecieron tanto más rapidamente que la economía mexicana en las pasadas dos décadas, van a entrar ya en periodos de estancamiento bastante serios, mientras la economía mexicana, que no depende tanto de la exportación de materias primas, sino que ha armado una economía de exportación manufacturera, y que depende también de remesas de migrantes, de turismo, etcétera, estaría en una situación relativamente mejor. La baja en los precios de petróleo bien podría afectar las inversiones que espera el gobierno con la reforma energética, pero quizá ese sea de todas formas un problema de mediano plazo, dada la complejidad técnica y jurídica que caracteriza las inversiones en ese ramo.
En otras palabras, ante lo que se perfila como un estancamiento fuerte a nivel de buena parte del mundo, México estaría en principio en una situación no tan mala, y con buenos elementos para hacer frente a la crisis que comienza a asolar ya a las llamadas economías emergentes, y, aunque nadie espera que los próximos años sean de jauja, al menos quizá se podría esperar un crecimiento modesto pero seguro para México.
Eso, desde luego, si no hubiese, como hay, una sensación pública tan cruenta en el terreno de derechos humanos, de la seguridad y de la violencia como la que hay. Hoy toda la economía mexicana se encuentra amenazada por un solo ramo de la economía: el del tráfico de narcóticos y sus efectos sociales y políticos colaterales. El gobierno ha intentado resolver el problema capturando un capo aquí y otro allá, e inhibiendo la cobertura mediática se da al tema. Pero los hechos de Iguala liquidaron ya la viabilidad de esa solución.
Los hechos de Iguala demuestran que se necesitará un golpe de timón –un cambio de raíz de la postura– en materia de los efectos difusos del narcotráfico y de la “guerra del narco”. Eso, si México quiere beneficiarse aunque sea un poquito de las transformaciones económicas que tanto sacrificio han costado.