Luis Linares Zapata - Opinión
La actual crisis de
seguridad, a consecuencia del trauma nacional por Ayotzinapa, se
convirtió con rapidez inusitada en parálisis y descrédito del sistema
decisorio completo. Los tres niveles de gobierno muestran grados
alarmantes de incapacidad para dar respuestas, aunque sean medianamente
coherentes, a los diversos sucesos, algunos terribles, que castigan a la
sociedad. Discursos en apariencia tronantes se desgranan diariamente
desde la cúpula federal. Los contenidos de los mismos casi de inmediato
se evaporan sin consecuencia. Hasta la desesperada búsqueda de
distractores, en ciertas ocasiones efectivos, fracasan en su intento por
alejar la atención –interna e internacional– del grave atropello a los
derechos humanos prevaleciente en esta patria doliente.
La imagen de un México guiado por un liderazgo concertador, valiente y
modernizador, apoyado en una clase política eficaz en la negociación,
se convirtió en una fumarola de corta consistencia y duración. El famoso
Pacto por México, ahora se sabe, fue edificado sobre impunidades
partidarias recíprocas. Se decidió, con cinismo encubridor, ignorar las
alarmas que brotaban por doquier. No se quiso contrariar, aunque fuera
en un simple renglón, los arreglos legislativos en juego. Vistas a esta
distancia, las llamadas reformas estructurales van quedando como un
conjunto veleidoso de cambios direccionados, en exclusiva, hacia la
continuidad del modelo imperante. La misma reforma energética, piedra
angular de la aventura del régimen, queda ahora atascada en la guerra de
precios desatada entre las potencias productoras de hidrocarburos
(Estados Unidos, Arabia Saudita, Irán, Rusia). Las proyecciones de
crecimiento económico, por su parte, se estrellan ante un aparato
productivo dislocado y dependiente. Simplemente se carece de capacidad
para entregar resultados acordes con las necesidades de una población
agobiada en su cotidiana lucha por sobrevivir con mínima decencia.Encima de las vicisitudes de esta dramática actualidad, la desigualdad social, económica, incluso cultural que padecen los mexicanos desde hace más de tres décadas, se acrecienta a una velocidad sin parangón. Los supermillonarios (junto a sus socios y patrones externos) se reproducen sin mesura alguna en el país. Y, los que ya lo eran agregan porciones enormes a sus ostentosos patrimonios. Todo el sistema les favorece, aun en estas circunstancias de duelo, temor, inconformidades y rabia llevada al extremo, le pueden sacar provecho al desconcierto oficial. El aparato de gobierno está para servir a su caprichosa voracidad. No importa, por tanto, que las reformas presumidas sean dañinas para las mayorías, la plutocracia dominante sabrá extraer raja de ellas. El engranaje que las hizo posibles, ligado al priísmo tradicional (al que, sin tapujos, se le adhieren las demás corrientes partidarias), así lo dispuso y previó. Por eso andan tan campantes por la vida montados en sus helicópteros o limusinas, celosamente custodiadas. Para ellos estos episodios violentos parecen suceder allá lejos. Les son molestos, en efecto, por ello apremian a los funcionarios (ir)responsables a calmar, lo más rápidamente posible, las agitadas aguas donde nadan y se ahogan los de abajo. El pacto celebrado ya extendió las garantías de negocios compartidos y solidificó las protecciones que hacen posible las férreas cadenas de la impunidad. Poco o casi nada de tal pacto fue diseñado y sirve para otra cosa.
El fenómeno inducido desde lo alto que da fe del traslado del
ingreso de los trabajadores en varios puntos del PIB al capital se viene
constatando a partir de finales de los años 70 del siglo pasado. Ello
implica, sin exagerar y en pocas palabras, una real catástrofe de
justicia distributiva. La participación del factor trabajo ha perdido, a
partir de esas fechas, entre 17 o 16 puntos porcentuales del PIB
respecto al capital. Sumas enormes de riqueza generada que, en números
concretos, se trasladan de las escuálidas manos del trabajo a las
avarientas del capital. Si el PIB de México ronda los 16 billones de
pesos (1.2 trillones de dólares estadunidenses) un solitario punto que
se le reste al trabajo equivale a 160 mil millones. Hay que pensar,
entonces, en las enormes cantidades de riqueza que implican los 16
puntos perdidos: 2.5 billones acumulados a la contabilidad de esos pocos
(bastante menos de 10 por ciento) que detentan el capital. Es por eso
que la riqueza de unos cuantos se incrementa a velocidades que sólo se
explican por la concentración de poder que han logrado acumular en sólo
tres décadas.
En los países desarrollados este traslado ha sido, también,
monumental. A mediados de los años 70 repartían sus riquezas anuales, 72
por ciento al trabajo y el resto al capital Es por eso que tanto en
Estados Unidos como en Europa Occidental (Unión Europea) lograron sumar
al bienestar colectivo grandes capas de sus poblaciones. Se había
conseguido instituir lo que se llamó Estado de bienestar. A partir de la
hegemonía del neoliberalismo el ataque al trabajo en estas naciones (y
en casi todo el mundo) ha sido inclemente. El ingreso de los
trabajadores se ha reducido hasta 60 por ciento del total. Es decir, han
perdido parte importante de su anterior bienestar (12 por ciento en
promedio) y, crecientes porciones han incluso caído en la pobreza, el
desempleo y la pérdida de horizontes. Este proceso es consustancial al
rapaz financierismo imperante. Al parecer, continuará rigiendo los
destinos de muchos países que se dicen democráticos. El método que hace
posible tal concentración es similar en la mayoría de los demás casos.
Por un lado castigan los salarios, imponiendo mínimos inaceptables y;
por el otro, eximen de impuestos al capital y le permiten circular sin
regulaciones. La formula, así planteada, es por demás efectiva para
fincar la indetenible acumulación de riquezas. En México, tal fórmula,
se le sufre hasta el hartazgo. Por esa razón el salario mínimo es el más
bajo de Latinoamérica: un salario de miseria asegurada que, entre otros
efectos, forma un batidillo de miseria, corrupción y violencia
creciente.