sábado, 11 de octubre de 2014

Emergencias múltiples y descomposición institucional

Editorial-La Jornada
La marcha de estudiantes del Instituto Politécnico Nacional efectuada ayer en esta capital, que concluyó con un mitin en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, hizo ver que el movimiento de alumnos de esa casa de estudios está lejos de concluir y de resolverse, como habría pretendido el discurso oficial a raíz de la insospechada intervención del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, en los actos de los pasados 30 de septiembre y 3 de octubre. A la expresiones de inconformidad de los jóvenes frente a las propuestas de solución planteadas por la administración peñista se sumó ayer el descontento de la tribu yaqui, un pueblo históricamente perseguido y despojado por el Estado mexicano y que, a últimas fechas, ha sufrido la detención arbitraria de dos de sus dirigentes, como represalia por su oposición a un proyecto hídrico en el sur de Sonora.
Los frentes de conflicto estudiantil y social mencionados convergen, por lo demás, con el clamor de justicia y esclarecimiento de los hechos del 26 y 27 de septiembre en Iguala, donde fueron asesinadas seis personas –tres normalistas de Ayotzinapa entre ellas– y desaparecieron 43 alumnos de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Ayer, al evaluar la evolución de hechos, y con el precedente inmediato del hallazgo de cuatro fosas clandestinas más en la localidad guerrerense, las familias de las víctimas y su entorno social de apoyo concluyeron que la respuesta del gobierno federal llegó tarde y no genera confianza.

Por lo que hace al asesinato de civiles a manos de militares en Tlatlaya, estado de México, ocurrido el pasado 30 de junio, el caso dio un nuevo vuelco ayer con declaraciones formuladas por el titular de la Procuraduría General de la República, Jesús Murillo Karam, de que la dependencia a su cargo supo por el propio Ejército de las anormalidades cometidas por algunos efectivos, incluso antes de que éstas salieran a la luz en notas periodísticas.

En poco tiempo, desde que salió a relucir la masacre de Tlatlaya, la pretendida imagen de gobernabilidad y control difundida por el gobierno federal se desmoronó a la luz de episodios de violencia estremecedores y de conflictos políticos y sociales: si hasta antes de éstos la mayoría de los medios de comunicación mantenían en un bajo perfil las informaciones sobre el caos y la violencia persistentes en diversas zonas del país, los hechos de semanas y días recientes dejan al descubierto un panorama sembrado de elementos explosivos, vulneraciones al estado de derecho y factores de alarma.

Por más que resulte tentador presentar estos frentes como consecuencia de problemas heredados de administraciones anteriores o bien recurrir a explicaciones tan simplistas como absurdas –que apelan a supuestos determinismos históricos y hasta culturales– a la violencia y el caos, la clave de estos escenarios radica fundamentalmente en la persistencia de vicios institucionales arraigados, como la propensión autoritaria de la clase gobernante a imponer decisiones sin consultar a los afectados y la inveterada impunidad con que se saldan los crímenes que involucran a corporaciones y autoridades gubernamentales.

En efecto, conflictos como el del IPN y el del pueblo yaqui habrían podido evitarse si las autoridades hubiesen privilegiado la consulta y el consenso sobre la arbitrariedad y la imposición. Por lo que hace a la masacre de Iguala, ésta posiblemente no habría ocurrido si se hubiesen atendido oportunamente las denuncias formuladas desde el año pasado por distintos actores sobre los vínculos del alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, con la delincuencia organizada. En cuanto a Tlatlaya, los hechos del pasado 30 de junio desmienten rotundamente la aseveración del canciller José Antonio Meade en el sentido de que la estrategia de seguridad vigente –que no es otra cosa sino la continuación de la política de seguridad de la pasada administración— está funcionando para abatir los niveles de violencia en el país.

Cuando la institucionalidad de un país falla de manera tan sistemática y rotunda, es inevitable que surjan escenarios que van del conflicto a la pesadilla. Sería deseable que los distintos niveles de gobierno y los integrantes de los poderes de la Unión tomaran conciencia de esa máxima y actuaran en consecuencia.

Fuente: La Jornada