Carlos Ímaz Gispert/I - Opinión
Confieso que estoy impactado,
pues a pesar de que debiera estar prevenido, al menos por la torpeza
política con que se ha impulsado la llamada reforma educativa y se ha
enfrentado el consecuente conflicto con el magisterio mexicano, no me
esperaba (tonto de mí) que el
El Modelo Educativo 2016, presentado hace unos días por el secretario de Educación Pública, resultara ser un adefesio que da pena ajena y que me que orilló a escoger un título así de trágico.
¡Es como pretender borrar de una fotografía a los protagonistas de un acto, cambiar el fondo de la imagen y rehacer su narrativa desde el engaño! Es prosaicamente ruin y perverso. No se puede hacer photoshop con la historia.
Sin embargo, siendo de suyo inaceptable, lo más delicado es que, agravando la absurda pretensión de construir una pirámide empezando por su punta (primero construir la evaluación y luego el porqué, para qué y el cómo de lo que se va a evaluar), resulta que el ladrillo en que la pretenden sostener es poroso, caduco y está fracturado. Veamos.
En un champurrado de intenciones y acciones contradictorias entre sí, insisten en colocar como base de su pirámide una confusa versión del llamado enfoque de competencias y la evaluación (ya definida por ley) de éstas. Por cierto, ambas son partes integrantes de su modelo, pero, como veremos en una segunda entrega, se presentan de manera fracturada y contradictoria. Ahora nos aproximaremos a la parte del ladrillo que atañe al enfoque de competencias, donde, más allá de lo que podamos opinar del mismo, lo que se muestra en el texto oficial ya referido es una clara inconsistencia en el uso del concepto de competencia.
Esto se puede percibir con toda claridad a lo largo del documento de marras, por ejemplo, al postular la necesidad de
apropiarse de conocimientos y competencias(p. 39), como si las segundas no incluyeran a los primeros, refiriéndolos como cosas no integradas y entendiendo la apropiación como si se tratara de facultades externas al sujeto susceptibles de ser
apropiadas.
Luego afirman que
las competencias que se adquieren en la educación se componen tanto de conocimientos como de habilidades y actitudes(p. 46), es decir, ya no se presentan como elementos diferentes y no integrados, sino como constitutivos de un todo llamado
competencia, pero insisten torpemente en que se adquieren como si fueran facultades externas al sujeto.
Por si fuera poco, insisten en que su modelo ya evalúa las
competencias –tanto de maestros como de estudiantes–, cuando ni siquiera
realizaron (ni realizan en el documento) distinciones básicas e
indispensables entre conocimiento, información, desempeño, habilidades,
destrezas, actitudes y valores, ni contaron (ni cuentan) con protocolos
que, en su propia lógica, pudieran conducir a una evaluación del
articulado complejo llamado competencia. Todo esto muestra desorden en
el pensamiento (que resulta de hacer
copia y pegasin comprender lo que se incorpora) y peor aún, expone una inaceptable insuficiencia técnica que termina por derrumbar un modelo que en esas condiciones no tiene ninguna posibilidad de orientar el trabajo real en las escuelas.
También resulta profundamente ilustrativo y problemático que en el colmo de la simulación, digan insistentemente que el viejo
enfoque administrativoya no tiene viabilidad y sigan sin proponerse evaluar el sistema educativo en su conjunto, dejando intacto, por ejemplo, el pasivo operativo y conceptual que significan las responsabilidades de quienes reciben los más altos salarios. ¿Qué tipos de competencias debieran ser requeridas y debidamente evaluadas a quienes pretenden ocupar dichos cargos? ¿Cómo y qué hacen los altos funcionarios de la SEP –secretario, subsecretario, director general, director de área o subdirector– y qué y cómo lo deberían hacer? Son preguntas que ni por asomo se les ocurren y sobre las cuales no hay ni una sola palabra en su
Modelo Educativo.
¿Será porque en la versión del enfoque de competencias que han
asumido queda fuera de su alcance definir, así como evaluar, tanta
incompetencia?