León Bendesky - Opinión
En el desempeño de la
economía hay una constante referencia a un conjunto de mediciones, tres
son predominantes: producción, precios y empleo. De estas se derivan las
decisiones de los agentes privados (familias y empresas) y del
gobierno.
Hay una batería de indicadores calculados de manera periódica para
exhibir la evolución de la economía. Su utilidad se sustenta en el
reconocimiento de que tal información sea buena. Se trata, pues, de una
convención que sirve, además, para establecer un diálogo social que,
para ser efectivo, exige un alto nivel de credibilidad.
Uno de los aspectos primordiales es la carestía. Este concepto admite dos acepciones. Uno tiene que ver con la falta o escasez de algo, la otra con el alto precio de las cosas.
El Inegi desempeña una función central en la medición del conjunto básico de la información económica. Es el que mide el cambio de los precios (el índice nacional de precios al consumidor), y ese indicador se empalma de modo inmediato con la percepción de la gente sobre la suficiencia de sus recursos. Hay periodos en los que se amplía la brecha entre la medición y la capacidad efectiva de comprar.
Estamos en uno de esos momentos. La inflación registrada en marzo fue de 0.15 por ciento, en el primer trimestre del año 0.97, y de modo anual, entre marzo de 2015 y el mismo mes de 2016 fue de 2.6 por ciento. El caso es que la impresión que uno puede recoger entre distintos grupos, según su ingreso y gasto acostumbrados, es que el dinero alcanza para menos y que los precios de buena parte de la canasta de consumo total han crecido muy por encima de los índices oficiales.
En el caso del empleo, la información reciente indica que la tasa de ocupación en el último trimestre de 2015 fue 4.16 por ciento, la más baja desde 2012. De modo simple se considera población desocupada a aquellas personas de 12 años y más que buscaron trabajo en el mes previo o, aun sin buscarlo están dispuestas a incorporarse inmediatamente.
Más allá de los tecnicismos, este no es un dato muy específico cuando la gente no tiene de otra más que ocuparse, pues no hay sustitutos institucionales del ingreso, donde la precariedad del trabajo es característica esencial y la informalidad es predominante.
Los datos del empleo formal no son concluyentes para comprender el panorama laboral. Hay una disfuncionalidad propia del mercado y otra de los mismos registros en el Seguro Social que hacen muy incierto el significado mismo del indicador.
En cuanto a la medición del nivel de la actividad económica, el producto interno bruto (PIB) es un indicador cada vez más limitado para apreciar las condiciones que prevalecen. Está basado en criterios propios de la década de 1930 y con innovaciones insuficientes para caracterizar la composición y el carácter de los bienes y servicios que se producen.
Un rasgo predominante de la medición del PIB, trimestre tras
trimestre, se refiere al entorno para tomar decisiones cruciales de
política pública. La atención dedicada al PIB no es consistente con los
resultados en materia de crecimiento, de la estabilidad macroeconómica,
de las condiciones en que funcionan las empresas y se generan empleos y,
tampoco, en términos de la gestión fiscal.
El nivel del PIB no es equivalente a los niveles de bienestar de una
sociedad. Para apreciar este asunto habría que integrar las condiciones
de la desigualdad económica que prevalece. No sirve tampoco para
comparar un país con otro.
Este indicador se creó en la época de la depresión de la década de
1930 y las exigencias de la II Guerra Mundial, con el fin de aproximarse
a una medida de la capacidad de producción. Pero se ha convertido en
una referencia para fijar políticas presupuestales, tasas de desempleo y
metas de inflación.
La transformación de los productos, las tecnologías y las formas de
trabajo están cada vez más desintegradas de la medición del PIB. Lo
mismo ocurre con las repercusiones ambientales, con la estructura y los
valores de una sociedad. El concepto se debilita en los términos mismos
de su definición y como medida del valor agregado en la economía.
Un aspecto de las condiciones económicas tiene que ver con las
prácticas de gestión del gobierno y su incidencia en la vida de las
personas y de las empresas. La gente necesita primordialmente tener un
ingreso suficiente, para eso debe trabajar y de preferencia con buenas
condiciones. El empleo lo crean las empresas, no el gobierno. Ese
ingreso de las familias debe alcanzar para mantenerse de modo constante,
por lo que la carestía es un asunto clave.
La generación de indicadores económicos tiene su propios problemas,
desde la definición de los conceptos que se miden hasta la eficacia para
hacerlo y presentarlos. El Inegi cumple una función central en este
trabajo y es cada vez más imperioso sacarlo de su lugar en el gobierno y
pasar de la autonomía técnica, que es un rasgo bastante nebuloso, a la
autonomía plena y la vigilancia de la sociedad. Por supuesto hay que
evitar a toda costa seguir el caso del Ife-Ine.