De
aquí a 2018 quedarán fuera del mercado laboral formal 1 millón 200 mil
personas que busquen por primera vez un empleo; y los salarios mínimo y
contractual mantendrán la pérdida respectiva de su poder de compra: 76 y
50 por ciento, respectivamente. En todo el sexenio, el crecimiento
medio real anual difícilmente llegará al 2 por ciento
Michel Husson, economista marxista francés, Los salarios ¿responsables de la crisis?, 2013
La
respuesta es el triunfo de las malas ideas. Resulta tentador sostener
que los fracasos económicos de los últimos años prueban que los
economistas no tienen las respuestas. Pero, la verdad es peor: en
realidad, la economía estándar aportó buenas respuestas, pero los
gobernantes –y muchísimos economistas, demasiados– prefirieron ignorar u
olvidar lo que deberían haber sabido. Se suponía que a esta altura ya
íbamos a estar hablando de reactivación. Si no sucede es, básicamente,
porque triunfaron las ideas inadecuadas
Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008, ¿En qué fallaron los economistas?, 2013
En
abril de 2012, Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001, dijo lo
siguiente: “Europa se dirige al suicidio. No ha habido ningún programa
de austeridad exitoso en ningún gran país. El crecimiento decreciente
está causando el déficit [fiscal], y no al revés. La idea de la
austeridad va a llevar a niveles elevados de desempleo que serán
políticamente inaceptables y empeorarían los déficits. La austeridad
fracasó en Asia, [e] Indonesia; Corea del Sur o Tailandia pasaban de la
recesión a la depresión”. Fracasó “en Latinoamérica y, hoy, en Europa
hunde más a los países cuanto más ciegamente la abrazan”.
Otro Nobel, Paul Krugman (2008), ha repetido hasta la náusea que la política de austeridad es un “terrible error”, “una mala idea”.
En enero del año de referencia, Krugman escribió sobre El desastre de la austeridad,
en donde señaló a “tres de las cinco grandes economías europeas, el
Reino Unido, Italia y España como miembros del club de los ‘peores
que’”; y agregó: “esto constituye un asombroso fracaso de la política, y
es un fracaso, concretamente, de la doctrina de austeridad. Se creía
que el Reino Unido, en concreto, era un modelo de ‘austeridad
expansionista’, la idea de que, en vez de aumentar el gasto del gobierno
para luchar contra las recesiones, hay que recortarlo, y que esto
induciría un crecimiento económico más rápido”. Y se preguntaba Krugman:
“¿Cómo podía prosperar la economía cuando el desempleo ya era elevado y
las políticas del gobierno estaban reduciendo directamente el empleo
más todavía?”
Remataba Krugman: “Lo
más exasperante de esta tragedia es que era totalmente innecesaria. Hace
1 siglo, cualquier economista –o, de hecho, cualquier estudiante
universitario que hubiese leído el libro de texto Economía, de
Paul Samuelson– les podría haber dicho que la austeridad frente a una
depresión era una idea muy mala. Pero los que elaboran las políticas,
los expertos y, siento decirlo, muchos economistas decidieron, en gran
parte por razones políticas, olvidar lo que solían saber. Y millones de
trabajadores están pagando el precio de su amnesia deliberada”.
Las
críticas a los efectos recesivos y antisociales de los tradicionales
programas de austeridad no se limitan a los analistas fuera del consenso
neoliberal. De vez en cuando, desde la las filas del partido “austeriano” se manifiestan algunas dudas sobre la eficacia de tales políticas.
Como
se sabe, el Fondo Monetario Internacional (FMI) tiene como pasatiempos
una sádica pasión. A los gobiernos que recurren a su auxilio financiero
siempre les “recomienda”, para tener derecho a las líneas de crédito,
que mutilen y conviertan en autista al Estado, a través de políticas de
estabilización y ajuste estructural.
Sin
desertar de sus obsesiones ortodoxas por la astringencia fiscal,
Olivier Blanchard, economista en jefe del FMI, y Daniel Leigh, han
mostrado la contradicción existente entre los resultados esperados y los
alcanzados por la “consolidación fiscal” ortodoxa. La “consolidación”
no es más que un eufemismo que busca ocultar la eliminación de déficit
público por medio del recorte del gasto no financiero del Estado
(excluye el servicio de su deuda) y el alza de impuestos y de los
precios de bienes gubernamentales.
Según
el FMI, el ajuste fiscal contribuye a restaurar la estabilidad
económica y reducir la deuda estatal sin afectar seriamente al
crecimiento y el empleo. Pero en los documentos Perspectivas de la economía mundial (octubre de 2012) y Errores en las previsiones de crecimiento y multiplicadores fiscales (Growth Forecast Errors and Fiscal Multipliers, Working Paper 13, 2013), Blanchard y Leigh llegaron a la conclusión opuesta.
El
“multiplicador” es el que mide los efectos del aumento o la baja del
gasto público sobre la actividad económica. Si el multiplicador fiscal
es mayor que 1, un aumento en el gasto público mejorará la actividad
económica porque estimulará la demanda, la producción, el crecimiento y
el empleo. Si el multiplicador y el gasto estatal son menores, tendrán
el efecto contrario sobre las variables citadas.
Los
programas de austeridad fiscal recetados en 28 países europeos en
2010-2012, en especial a Grecia, Portugal o España, fueron supuestamente
graduales, en varios años. Por esa razón se decía que “cuanto menores
sean los multiplicadores, menos costoso será el proceso de consolidación
fiscal”. La reducción del gasto público no sería traumática para la
economía y, a cambio, sanearía las finanzas públicas y reduciría sus
deudas.
El desastre, sin embargo, fue
tan obvio que los economistas del FMI se vieron obligados a reconocer
que “hemos encontrado que los pronósticos del Fondo subestimaron
significativamente el incremento en el desempleo, la caída en el consumo
privado y la inversión asociados a la consolidación fiscal”. “La
actividad económica ha sido decepcionante en varias economías que
adoptaron medidas de consolidación fiscal. Así pues, es lógico
preguntarse si los efectos negativos a corto plazo de los recortes
presupuestarios han sido mayores de lo esperado debido a una
subestimación de los multiplicadores fiscales”.
Se
estimaba optimistamente una contracción de 0.5 euros del multiplicador
por cada euro de ajuste; es decir, el costo sería de una destrucción de
0.5 euros de la riqueza. Pero los datos revisados por Blanchard y Leigh
–que no desaconsejan los ajustes fiscales– les “sugieren que los
multiplicadores se han situado efectivamente entre 0.9 y 1.7euros”, por
lo que “el efecto de los ajustes [en el gasto público fue] tres veces
mayor [300 por ciento más], y la economía se estaría achicando 1.5 euros
por cada euro de ajuste”. Ello explica que las “medidas de austeridad
[provocaron] un mayor frenazo a la economía, como se pudo ver más tarde
en la economía griega”.
Lo más
llamativo son las dificultades para equilibrar las finanzas públicas y
reducir la deuda estatal, la cual, por el contrario, se ha incrementado.
En
su artículo “Errores que llevan al sufrimiento”, de 2013, el economista
español Joaquín Estefanía destaca esa crítica demoledora de las recetas
de austeridad del FMI: su “historia es, en buena parte, la historia del
sufrimiento generado por sus recetas de rigor mortis, aplicadas en cualquier circunstancia a los ciudadanos de numerosos países” (El País, 7 de enero de 2013).
A
propósito, el economista argentino Alfredo Zaiat dice: “El pronóstico
fallido sobre el impacto del ajuste por parte del FMI en las economías
europeas está en línea con sus habituales equivocaciones en las
estimaciones de crecimiento de la economía” (Pagina 12, 12 de enero de 2013).
Por
su parte, Estefanía se pregunta: “¿Quién se hace responsable de este
error que ha conducido a la doble recesión europea, con los resultados
conocidos en materia de desempleo, empobrecimiento masivo y mortandad de
centenares de miles de empresas?” (El País, 10 de junio de 2013).
El
interrogante es, desde luego, retórico, porque esos “errores” no son
novedosos. Se han repetido sistemáticamente desde la década de 1980 en
América Latina, Asia y África. A partir de 2010 le tocó el turno a
Europa. El crecimiento cero del sexenio de Miguel de la Madrid se
explica en parte al sobreajuste fiscal fondomonetarista aplicado en esos
años.
Pero aún cuando los programas
de consolidación fiscal se instrumentaran eficientemente, de todos modos
sus efectos recesivos con desempleo son inevitables, merced a la
interconexión entre el consumo y la inversión pública con la privada. La
magnitud y la duración de sus secuelas dependerán del momento en que se
llevará a cabo la corrección, del tamaño del déficit público, del
tiempo en que se pretenda eliminar y sobre las variables en las que
recaerá el costo, aunque normalmente implica una combinación de ellas
(el ingreso, el gasto, la estructura del Estado).
“La
expansión, no la recesión, es el momento idóneo para la austeridad
fiscal”, le dijo John M Keynes a Franklin D Roosevelt en 1937, recuerda
Krugman en su nota “Keynes tenía razón”. Krugman agrega: “Recortar el
gasto público cuando la economía está deprimida deprime la economía
todavía más; la austeridad debe esperar hasta que se haya puesto en
marcha una fuerte recuperación” (El País, 3 de enero de 2012).
Grecia
e Irlanda se vieron obligados a imponer una austeridad fiscal atroz
como condición para recibir préstamos de emergencia, y han sufrido
recesiones económicas equiparables a la Depresión, con un descenso del
producto interno bruto real en ambos países de más del 10 por ciento.
Más
allá de los problemas en la instrumentación de la austeridad, Michel
Husson recuerda la razón de fondo de los brutales programas de choque
neoliberales: el restablecimiento de la tasa de ganancia y de las rentas
financieras.
Metas estimadas de política económica, 2015-2018
Matar al paciente
Enrique
Peña Nieto, Luis Videgaray y Agustín Carstens no son alumnos de Keynes.
El primero quizá no lo es de nadie, dado su desinterés por el
conocimiento. Los gurús de los otros son Friedman y sus secuaces de
Chicago.
Carentes de ideas novedosas, ante un escenario descompuesto, prefirieron retornar precipitadamente al fondo de la caverna neoliberal.
Lejos
quedó el remedo del verano del gasto público expansionista de 2014.
Cuando se hacían cuentas alegres con los capitales esperados con la
reprivatización energética, ingresaban masivamente los capitales
especulativos y se recibían las cuantiosas divisas e ingresos fiscales
petroleros.
La propuesta sexenal
peñista original guardaba las siguientes rasgos: 1) una inflación anual
estable (3 por ciento anual), apoyada por la contención de la demanda
interna (salarios), el atraso cambiario (tasa anual de devaluación
ligeramente menor a la variación de los precios), que abarata las
importaciones, y una tasa de interés de referencia real de cero por
ciento (cuyos efectos son obstaculizados por el alto costo del crédito
de la banca comercial); 2) una tasa de crecimiento ascendente: 3.9 por
ciento en 2014, 4.7 por ciento en 2015, 4.9 por ciento en 2016, 5.2 por
ciento en 2017 y 5.3 por ciento en 2018; su dinámica sería apoyada por
una lenta recuperación de la economía estadunidense; 3) la creación de
alrededor de 600-700 mil nuevos empleos anuales; 4) un déficit público
moderado y apoyado en los ingresos fiscales petroleros (1-1.5 por ciento
del producto interno bruto; 5) un desequilibro en las cuentas externas
creciente (de 9 mil millones de dólares en 2012 a 28 mil millones de
dólares en 2015; de 0.8 a 2 por ciento del producto interno bruto),
compensado parcialmente por los altos precios y divisas generadas por
las exportaciones de petróleo crudo, y financiado por el endeudamiento
foráneo y los flujos de capital de corto y largo plazos.
Sin
embargo, el primer año peñista fue perdido, debido a que Videgaray, que
dedicó su tiempo a presionar a los legisladores para que aprobaran las contrarreformas
estructurales, ejerció mal, tardía y precipitadamente, y sin efecto
positivos, el gasto público programable, y en menor cantidad respecto de
2102. En especial la inversión directa del sector público y la física
del gobierno federal acumularon 2 años de retroceso real: -2.2 por
ciento y -3.8 por ciento, y -24.7 por ciento y -15.3 por ciento, en cada
caso, según datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
Ese
año se proyectó un crecimiento de 3.5 por ciento y apenas se alcanzó
una tasa de 1.4 por ciento, la más baja desde la recesión de 2009 (-4.7
por ciento) y el peor inicio de un gobierno desde 2001, el foxista,
cuando el país entró en recesión (-0.6 por ciento).
Para
2014 se esperaba el despegue económico, basado en un alegre gasto
programable expansivo, los altos precios del petróleo, las
exportaciones, el ingreso de capitales estimulados por la privatización
petrolera y el acceso al crédito financiero foráneo.
A mitad de 2014, empero, el piso se le hundió a los peñistas y el crecimiento programado, apoyado en las reformas, se disolvió súbitamente en el aire.
El desplome de los precios internacionales del crudo afectó las divisas
e ingresos fiscales generados (en realidad, ambos empezaron a caer
desde marzo de 2012), hecho que, de paso, arruinó las expectativas de la
avalancha de inversión extranjera esperada con la privatización de la
industria en cuestión.
Asimismo, la
amenaza latente del aumento en la tasa de referencia de la Reserva
Federal y de los bonos del Tesoro estadunidense deterioró el flujo netos
de capitales (la diferencia entre ingresos y egresos del endeudamiento y
la inversión extranjera directa y financiera), que provocó las burbujas
especulativas y la devaluación cambiaria
Ese
año el gasto programable real del sector público y del gobierno federal
aumentaron 3.4 por ciento y 4.6 por ciento, y la inversión de cada uno
creció 8.2 por ciento y 20.6 por ciento.
Pero la tasa de crecimiento se desinfló a 2.1 por ciento desde un nivel estimado de 3.9 por ciento.
En
2015 sucedió lo mismo. Con las reformas aprobadas se programó un
crecimiento de 4.7 por ciento. Después se revaluó a 3.7 por ciento.
Hacienda acaba de reducir la meta a 2.0-2.8 por ciento. El Banco de
México a 1.9-2.4 por ciento. El Fondo Monetario Internacional, la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y los
analistas del sector privado a 2.3 por ciento. La Comisión Económica
para América Latina y el Caribe, en 2.2 por ciento.
Así,
en la primera mitad del peñismo, el crecimiento medio real anual será
de 2 por ciento, ubicándose por debajo del producto interno bruto (PIB)
potencial registrado durante el neoliberalismo en 1983-2012: 2.4 por
ciento. En 1950-1982 el crecimiento anual fue de 6.3 por ciento. Con el
neoliberalismo la economía muestra una tendencia declinante en el largo
plazo. Su mejor momento fue con Carlos Salinas, cuando la expansión
media anual fue de 4 por ciento, aunque el país terminó en el precipicio. Con Vicente Fox y Felipe Calderón bajó a 2.2 por ciento, en cada caso.
Aun
cuando se cumplieran las optimistas metas de Videgaray para la segunda
mitad del peñismo (1.7-2.5 por ciento en 2016; 3.5-4.5 por ciento en
2017; 4-4.5 por ciento en 2018), el crecimiento sólo promediaría una
tasa media anual sexenal de 2.6-3.2 por ciento. Menor a la propuesta
original (3.9 por ciento), a la estimada para 2018 (5.3 por ciento) y la
registrada durante el salinismo.
Existen razones, sin embargo, para esperar que el crecimiento medio anual del peñismo sea del orden de 2 por ciento.
De
esa manera, anualmente, en 2016-2018 quedarán fuera del mercado laboral
formal unas 400 mil personas que busquen por primera vez un empleo; y
el aumento de los salarios mínimo y contractual, como ocurre hasta la
fecha, seguirá atado a la meta anual, por lo que mantendrán la pérdida
respectiva de su poder de compra: 76 por ciento y 50 por ciento. La
pobreza, la miseria y la delincuencia serán los signos sociales que
marcarán lo que resta del peñismo.
La
imposibilidad de los neoliberales por superar su propio crecimiento
potencial revela un fenómeno central: la incapacidad estructural del
modelo, basado en el sector exportador, para impulsarlo, ya que su
demanda depende del mercado internacional y no del local; por su escasa
integración con la cadena productiva nacional; porque sus efectos
multiplicadores se trasladan hacia afuera por la vía de las
importaciones; porque la generación de excedentes y el control de la
inflación requiere del castigo de la demanda interna. El sector
exportador no pudo lograr un alto crecimiento mientras la demanda
externa y los precios internacionales se mantuvieron favorables. Ahora
se sufre el escenario adverso.
México
sufre el síndrome que Lawrence Summers –que fue economista en jefe del
Banco Mundial (1991-1993), secretario del Tesoro (1999-2001) con Clinton
y director del Consejo Nacional de Economía (2009-2010) con Obama–:
calificó como secular stagnation, un estancamiento permanente.
Es decir, un potencial de crecimiento tan endeble que es incapaz de
sostener tasas de expansión altas y sostenidas que generen los empleos
requeridos. Ni las políticas fiscal y monetaria expansivas, cuando se
han presentado, logran sacar a la economía de su letargo.
Pero
no debe olvidarse que, como dice Husson, la cuestión fundamental del
capitalismo es “la tasa de beneficio. Lo que destruye a las sociedades
es la búsqueda a todo precio del restablecimiento de la tasa de
beneficio” (Estancamiento secular: ¿un capitalismo empantanado?). Lo demás no importa.
Enturbiado el panorama económico, a los peñistas sólo se les ocurrió aferrarse al clavo ardiente
del fundamentalismo fiscal (recorte del gasto programable) y monetario
(alza de las tasas de interés). A esa terapia que, como dijera Stiglitz,
representan “un tratamiento que pretende curar la enfermedad y terminan
matando al paciente”.
Krugman: “La austeridad y los tres chiflados”
Dice
Krugman: “Las ciencias económicas elementales decían que la austeridad
en una economía ya deprimida profundizaría la depresión, pero los
‘austeros’ –como muchos empezamos a llamarlos– insistían en que los
recortes en gastos conducirían a la expansión económica, porque
mejorarían la confianza de los empresarios. Bueno, la correlación está
muy clara: cuanto más rigurosa la austeridad, tanto peor el desempeño
del crecimiento”.
Para 2016, 2017 y 2018 nuestros tres chiflados proponen una sobredosis de austeridad.
La
preocupación no será el crecimiento, sino el control de la inflación (3
por ciento anual) y la reducción del déficit fiscal: el llamado
pomposamente “balance con inversión en proyectos de alto impacto” deberá
bajar de -3 por ciento del PIB en 2015 a 3 por ciento en 2016, y a 2
por ciento en 2018; sin ella, o “balance tradicional”, de -1 por ciento a
cero por ciento del PIB a -0.5 por ciento, a un equilibrio en
2017-2018.
Como se espera una
contracción real de los ingresos presupuestarios entre 2016 y 2018 (en
2016 caerán 0.2 por ciento con relación a 2015; respecto del PIB,
bajarán de 22.3 por ciento en 2015 a 21.1 por ciento en 2018), debido a
la caída de la recaudación petrolera (en 2016 los presupuestarios se
reducirán en 333 mil millones de pesos, 30 por ciento reales; los del
gobierno federal en 284 mil millones de pesos, 39.4 por ciento), la
“consolidación fiscal para enfrentar las presiones de finanzas públicas
tendrá que descansar en reducciones del gasto programable”, dijo
Hacienda.
Reaparición del Doctor Tijeras
En 2015 Videgaray redujo dicho gasto en 124.3 mil millones de pesos. En 2016 le dará otro tijeretazo
por 134 mil millones de pesos. En términos reales caerá 5.9 por ciento.
Su peor desplome desde 1995, cuando se derrumbó 24 por ciento. Entre
2015 y 2018 bajará de 20.3 por ciento a 17.1 por ciento del PIB. En esos
años la inversión física se reducirá de 4.7 por ciento a 3.1 por ciento
del PIB.
El crecimiento, por tanto, no dependerá de Videgaray.
Tampoco
de Carstens. La tasa objetivo nominal de 3 por ciento en 2015 (cero,
descontando la inflación) no sirvió de nada. La nominal subirá
gradualmente a 4 por ciento en 2016 hasta 5.8 por ciento en 2018. La
real de 1.1 por ciento a 2.8 por ciento. La política monetaria
encarecerá el costo del crédito.
El “motor” externo está atascado.
En julio pasado las exportaciones totales apenas habían crecido 2.2 por
ciento; las petroleras se desplomaron 43 por ciento; las no petroleras
sólo avanzaron 3.2 por ciento. En 2010 cada una creció 30 por ciento, 35
por ciento y 29 por ciento. A partir de ese año empezaron a
desacelerarse.
El motor exportador atascado
Se estima que, en promedio anual, Estados Unidos sólo crecerá 2.7 por ciento en 2016-2018. No “arrastrará” al cadáver de la economía mexicana.
El “motor” está desvielado.
En 2012 el consumo total real creció 4.7 por ciento y en lo que va de
2015 en 3 por ciento; la inversión fue de 4.8 por ciento y 5.4 por
ciento. No sostendrá el crecimiento.
En
épocas inciertas –tampoco en las boyantes– los empresarios internos y
externos no suelen mostrarse entusiasmados en asumir la responsabilidad
abandonada por el Estado.
¿Quién, entonces?
De la divinidad.
De “la fe del pueblo de México”, de su “fe en sí mismo”, como dijera Enrique Peña ante Patricia.
Marcos Chávez M*
*Economista
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Contralínea 464 / del 23 al 29 de Noviembre 2015