
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Además de la ineptitud, torpeza y ridículo
exhibidos por el equipo de seguridad del gobierno, la segunda fuga de
Joaquín El Chapo Guzmán ha puesto al descubierto la debilidad de un
Estado fracturado por la corrupción e infiltrado hasta la médula por el
crimen organizado, en especial por el Cártel de Sinaloa, beneficiado por
un trato especial de la administración de Enrique Peña Nieto.
Todo apunta hacia la existencia de un pacto de impunidad política
entre el gobierno y el crimen organizado sinaloense, que opera al estilo
de la mafia italiana de los años sesenta mediante vínculos con las
élites política, empresarial y judicial, más allá del soborno y la
corrupción. En ello coinciden dos destacados especialistas en la
materia, Edgardo Buscaglia y Roberto Saviano.
Documentado con amplitud, el escape de Guzmán Loera a través de un
túnel de kilómetro y medio y hasta 19 metros de profundidad utilizando
alta tecnología satelital y constructiva hubiera sido imposible sin la
connivencia –por comisión u omisión– no sólo de los directivos y
personal del penal de máxima seguridad del Altiplano (hoy conocido como
Almoloya), sino de altos funcionarios de la Comisión Nacional de
Seguridad, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), así
como de las secretarías de Gobernación y Defensa, como se acredita con
detalle y rigor en Proceso 2020.
Aunque ya era apodado El Señor de los Túneles por las decenas que
construyó para traficar drogas, dinero y armas entre México y Estados
Unidos, ninguna autoridad detectó ni impidió la construcción del que lo
condujo a la libertad. Tampoco fueron interceptados los mensajes y
llamadas del reo, quien gozaba de un ilegal trato privilegiado dentro
del penal, lo cual le permitió seguir dirigiendo su cártel desde la
prisión, además de establecer alianzas con enemigos y competidores como
Héctor Beltrán Leyva, miembros del Cártel del Golfo y de Los Zetas ahí
recluidos (como lo ha documentado Anabel Hernández).
El poder corruptor de El Chapo también impidió que la Presidencia de
la República cumpliera su compromiso de ubicar los bienes y mecanismos
que permitieron el lavado de dinero, así como identificar a los
cómplices del capo para procesarlos conforme a derecho, como lo ofreció
el vocero Eduardo Sánchez tras su captura. Durante la efímera reclusión
de Guzmán Loera, el gobierno no atacó la estructura financiera y
patrimonial del Cártel de Sinaloa ni la red de corrupción y complicidad
que sustenta su funcionamiento. En cambio, sí permitió que los dos
narcotraficantes más peligrosos del país, El Chapo Guzmán y Rafael Caro
Quintero, capos de ese grupo delincuencial, hayan abandonado la prisión
en menos de dos años, apoyados por autoridades de seguridad y justicia
del país (Proceso 1920).
Desde hace más de un lustro, el Cártel de Sinaloa ha disminuido la
confrontación armada con grupos rivales a favor de una estrategia
empresarial basada en la formación de alianzas, con el propósito de
expandir sus negocios a escala hemisférica y mundial. Ello ha propiciado
que el combate contra dicho sector delictivo se dirija contra los
grupos criminales más violentos, estableciendo un acuerdo –¿tácito o
expreso?– para permitir que la organización sinaloense opere con mayor
libertad.
De acuerdo con Edgardo Buscaglia, uno de los expertos mundiales más
destacados en la materia, la estrategia del Chapo es aliarse con sus
enemigos en lugar de enfrentarse a ellos, imitando el modelo de
organizaciones criminales como la mafia Yakuta de Japón, basado en un
pacto con la clase política para establecer una paz mafiosa. Su táctica
es concentrarse en el tráfico de drogas y el lavado de dinero, operando
sin violencia. Ello disminuye los índices de robos, homicidios y
secuestros en los territorios bajo su mando, como Baja California y
Morelos, al tiempo que se amplía el mercado del crimen y su poder e
ingresos aumentan.
En la misma línea de análisis, Roberto Saviano señala que El Chapo
Guzmán no es un simple “narco”, sino el jefe de una mafia organizada con
base en reglas y jerarquías, que no responde instintivamente a
mecanismos gansteriles sino a códigos y estrategias económicos. El autor
de Gomorra opina que Guzmán Loera ha cambiado la historia de México y
está transformando la historia de la economía del narcotráfico porque ha
trascendido el modelo de Pablo Escobar. A diferencia del colombiano, el
sinaloense no pretende participar en política, sino utilizar al poder
político en beneficio de sus intereses. Sabe que la fortaleza de una
organización de la mafia radica en su carácter secreto, en la discreción
de la clandestinidad. Al mismo tiempo, el Cártel de Sinaloa utiliza la
estrategia del chantaje: si me atacas, transfiero mi dinero al
extranjero; entre menos me agredas, más invierto en México (El
Universal, 20/VII/15).
De acuerdo con Saviano, la relación entre la mafia y la política es
de reciprocidad y soporte mutuo. La mafia no puede existir sin sus
vínculos políticos, ni la política puede sustentarse sin el apoyo de la
mafia en los territorios controlados por ella. Es una relación fundada
en el intercambio de favores, sabiendo cuándo y cómo manipular un
contrato o hacerse de la vista gorda a cambio de apoyos financieros o de
garantizar un descenso de la violencia en las zonas donde opera. Tal
como ocurre en México con el Cártel de Sinaloa.
La participación de funcionarios de la presente administración en la
huida del Chapo –al igual que en la liberación de Caro Quintero– es tan
clara como la falta de voluntad política para realizar una investigación
a fondo del problema que permita corregir sus causas y castigar a los
responsables. El gobierno federal no parece dispuesto a emprender un
combate frontal y eficaz contra la corrupción vinculada al crimen
organizado mediante las creación de unidades de investigación
patrimonial autónomas en todos los estados del país, como lo ha
propuesto Buscaglia –entre una veintena más de recomendaciones de fondo–
para evitar que la delincuencia organizada aumente su control político
en beneficio de sus intereses.
Más allá de la mediocridad y el cinismo que implica, la pusilánime
reacción gubernamental ante la amenaza a la seguridad nacional y
hemisférica provocada por la fuga de Guzmán Loera trasluce una profunda
connivencia con la mafia del narcotráfico. A pesar del descrédito
internacional y de la indignación social, el gobierno de Enrique Peña
Nieto parece empeñado en restaurar la paz mafiosa que prevaleció durante
el régimen priista del siglo pasado, mediante la implantación de la
oferta –la ley mafiosa del silencio– a fin de fortalecer las
complicidades encubiertas.
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso