sábado, 14 de febrero de 2015

El Ejército, leal a sí mismo

12 febrero 2015 | Jorge Carrasco Araizaga | Proceso
MÉXICO, D.F. (apro).- Creador del sistema político mexicano después de la guerra civil del siglo pasado, el Ejército mantiene muchos de los privilegios que los militares se dieron desde entonces. Durante más de un siglo, la cúpula militar mexicana ha mantenido condiciones especiales que no está dispuesta a ceder y que la ha convertido en una casta, un grupo aparte que no rinde cuentas a nadie.
Hasta 1946 los militares cedieron la presidencia de la República, pero siguieron siendo jefes del PRI, gobernadores, regentes de la Ciudad de México, senadores, diputados. Con tales privilegios, no hacía falta que emularan a sus colegas golpistas latinoamericanos que se hicieron del poder político. Ya disfrutaban de ese poder.

Con intervenciones directas e indirectas han defendido al sistema político que erigieron. Reprimieron en Tlatelolco. Crearon el grupo paramilitar de los Halcones para la matanza de estudiantes en San Cosme. Formaron parte de brigadas blancas en la guerra sucia, además de reprimir directamente. Siempre bajo la protección política que les garantizó impunidad.

A diferencia de América Latina, donde jefes militares han tenido que rendir cuentas por abusos a los derechos humanos, en México ningún militar ha sido responsabilizado y sancionado por ello. Esa fue la gran deuda del gobierno de Vicente Fox.

En la celebración del 102 aniversario de la Marcha de la Lealtad, el secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, dijo que esa lealtad está más allá de “la transición democrática”. Pero las verdaderas transiciones de ese tipo no se explican sin la rendición de cuentas de los militares.

Aunque los jefes castrenses mexicanos ya no ocupan posiciones políticas, mantienen espacios que en un sistema democrático están reservados para los civiles, sobre todo en materia de seguridad pública.

Desde hace más de una década han tomado el control de la policía en estados y municipios. La paradoja es que a más presencia militar en tareas de seguridad, más violencia e inseguridad ha registrado el país.

Si en el sexenio pasado Felipe Calderón les dio carta blanca en su guerra contra las drogas, en el gobierno de Enrique Peña Nieto gozan de una amplia protección y hasta ha creado una figura político militar de facto: un mando especial para la seguridad Michoacán, el general Pedro Felipe Gurrola Ramírez, que toma decisiones por encima del gobernador.

Lejos de perder, los militares ganan más espacios y poder. Apenas el año pasado cedieron para que se reformara el Código de Justicia Militar con el propósito de que los militares dejaran de investigarse a sí mismos cuando ocurría un delito en el que las víctimas fueran civiles.

Fue una garantía más para que casos de desaparición forzada, homicidios, tortura o violaciones a manos de militares quedaran impunes.

Durante el sexenio anterior se resistieron a ese cambio, a pesar del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de numerosas recomendaciones internacionales para que se dejara de aplicar el fuero militar a los civiles.

Como clase especial, distinta al resto de los mexicanos, a los que de forma despectiva denominan civilones, los militares tienen su propio banco, Banjército. Los jefes castrenses manejan fideicomisos inaccesibles, contratan a empresas fundadas por militares, gestionan compras imposibles de vigilar y ahora hasta construyen edificios para el Poder Judicial a cambio de una ganancia que por acuerdo es secreta. Inconcebible es que un civil esté al frente de las fuerzas armadas. Es otro coto de su poder.

Los militares mexicanos, en efecto, son leales al poder político. A cambio, están a salvo de la rendición de cuentas. Al Congreso le pasan por encima con el consentimiento de los propios legisladores. Diputados y senadores están a su servicio. Van al despacho del general secretario en turno para que les “informen” lo que los militares quieren decir. No cuestionan, no investigan. Abdican.

El informe de la comisión creada para investigar la masacre de Tlatlaya es una muestra más. Los militares les dieron lo que ellos quisieron, tal y como se comportan con el resto de la sociedad cuando les pide información al amparo del mecanismo de transparencia. La misma actitud mantienen en torno de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Ante las dudas de la sociedad para que se esclarezca la actuación del Ejército en esos casos, pero también para redefinir las relaciones cívico militares en términos democráticos, el general secretario se vale del recurso fácil de la intriga o la discordia: “Hay quienes quieren distanciarnos del pueblo, ¡imposible!… somos uno y lo mismo; basta ver el rostro, la piel”.

La cercanía del Ejército con la sociedad no se define por el color de piel. Sin precisar a quiénes responsabiliza, el general Cienfuegos juega con la idea de una conspiración. Así se empieza a construir el discurso para justificar cualquier acción contra los que se consideran enemigos.

Fuente: Proceso