domingo, 2 de noviembre de 2014

No sólo de pan...

De ofrendas
Yuriria Iturriaga - Opinión
¿Cómo saben los pueblos cuál es su territorio? ¿Cómo pudieron y pueden defender hasta la muerte un pedazo de tierra contra quienes pretendieran o pretendan quitárselas? ¿Cómo pudieron y pueden tener un sentimiento de propiedad colectivo? ¿Será porque en la tierra está su sustento material? No, no es directamente por esto, porque cuando el terreno ha dejado de ser productivo y la comunidad se asienta
en otro sitio o se ve obligada a emigrar, la gente siempre regresará a los parajes donde quedaron los ancestros, incluso bajo el agua de una presa, para comunicarse con ellos.
Sí, el territorio de un pueblo es donde están sus muertos, genealogía e identidad, memoria histórica, protección directa e intercesión, el propio ineluctable camino que se hará en su compañía. Así es y fue desde que el ser humano es humano. Los historiadores suelen decir que la civilización empieza cuando se entierran los muertos, yo digo que es desde que se veneran, cuando son incinerados e incorporados a la naturaleza (incomprobable pero imaginable), para más tarde, cuando aprenden a fabricar ánforas, meter en ellas los restos de sus difuntos y llevarlos en sus desplazamientos, lo que sí está demostrado.
Cuando los pueblos saben dónde están sus muertos, desde siempre les han hecho ofrendas de flores, luz y comida, es decir les han dado lo más precioso que tienen. México no es la excepción, al contrario, son emblemáticos en el mundo los ritos que gracias a sus muertos hacen nuestros pueblos indígenas y populares, rurales y urbanos, donde resaltan especialidades culinarias del gusto de los que se fueron. En Guatemala también se pone en la ofrenda fiambre de carnes secas y verduras, en Cuba ajiaco, pariente de los sancochos que se ponen en casi toda Centroamérica y Colombia, Venezuela, Ecuador… que están hechos con tubérculos locales, plátanos, leguminosas, verduras y carne de la que haya, el todo caldoso y condimentado, en Bolivia además se ponen figuras de pan dulce, entre otros platillos dedicados a los antepasados en nuestro Continente.
La cristiana España ofrenda a las almas buñuelos o bien huesos de santo, hechos con pasta de almendra y papa rellenos a base de yemas y azúcar, no faltan las castañas, bellotas, nueces, pan de higo y arrope (ate) de membrillo, además de las migas de pan seco y remojado, frito con ajo y tocino o chorizo, cebolla y pimentones entre todo tipo de ingredientes regionales. Los franceses acuden a los cementerios, limpian y colocan flores sobre las lápidas, encienden velas en las capillas y luego comen en familia, rememorando sus muertos. La Europa protestante no es vistosa en sus ceremonias pero quienes tuvieron ancestros celtas prolongan ritos con comida tradicional.
En Asia, la fiesta Chuseok de Corea obliga a las familias a volver a la tierra de su linaje, con quien comparte ritos religiosos y platillos de arroz y soya; durante el Qingming Jié de China se limpian las tumbas y se ofrenda comida fría, porque está prohibido encender fuego que habría quemado a la madre, según una ancestral leyenda, también en China la zhongyuanjie celebra a los espíritus invitándolos a banquetes en que toda la comunidad participa, con arroz, legumbres y frutas si son budistas y además con abundantes carnes si son taoístas. Durante el O-Bon japonés las familias se desplazan por todo el país para ir a limpiar tumbas y urnas, también comparten sus ofrendas de comida como acción de gracias y en Hiroshima encienden miles de lámparas de papel. En Nepal, el Gai Jatra, fin del trabajo en el campo, señala, a quienes tuvieron una pérdida familiar en el año, el rito de pasear vacas (sagradas en su religión) por el pueblo, distribuyendo paquetitos con comida salada, dulces y frutas entre los espectadores.
Tanto los judíos como los musulmanes acuerdan una importancia capital al sitio donde quedarán sus propios restos, desde los milenarios kokh de los primeros a las lápidas orientadas hacia la Meca de los segundos muestran que en ambos casos les es imposible dejar a uno de los suyos en una tierra no santificada. Y quienes declaran no dar importancia al sitio donde reposan sus ancestros y que se les incinere a ellos mismos, siempre indican dónde se deben esparcir sus cenizas, tal vez porque no ignoran que el antiquísimo rito universal de la cremación convirtió en sagrados ríos, bosques y praderas donde eran arrojadas las cenizas. Lo que no es humano sería tirar las cenizas de sus propios padres o hijos en el desagüe o el basurero. Pero nadie lo hace con los suyos.
En cambio hay quienes desaparecen las huellas de muertos ajenos para borrar la memoria de su existencia, privando a los deudos del rito sagrado; hay quienes arrebatan con violencia los seres amados y ocultan su destino final para dejar sin raíces ni vínculos a familias, comunidades, pueblos y naciones. No es gratuito, es un diseño frío, acabar con la historia y la memoria de los pueblos que resisten al sistema neoliberal. Nunca más un desaparecido en el mundo. Con el pueblo de AYOTZINAPA decimos: vivos se los llevaron, vivos los queremos.