jueves, 27 de noviembre de 2014

La represión y una renuncia histórica

Adolfo Sánchez Rebolledo - Opinión
No hubo sorpresa. Después de una marcha multitudinaria ejemplar por la organización de sus filas, la protesta se vio enturbiada por la acción de los provocadores y la represión subsiguiente. Al concluir el acto en el Zócalo los infiltrados se dieron vuelo atacando a la guardia militar que protege la Puerta Mariana de Palacio Nacional, mientras los asistentes pedían a gritos pero sin éxito el cese de la violencia. Luego, las cargas policiales barrieron la plaza, deteniendo sin discriminar a decenas de asistentes que estaban en la manifestación pero sin participar en los actos violentos. La historia se repite: incomunicadas, golpeadas, las víctimas de las cargas policiales se convierten mediante un acto de autoridad en los culpables de instigar la desestabilización del país. Como en los viejos tiempos, las acusaciones parten de los mismos agentes del orden, destacadamente los granaderos, cuyo historial de arbitrariedades es tan amplio como la ineptitud de sus mandos para actuar sin violentar las reglas. A los 11 detenidos en cárceles federales se les acusa de los delitos de motín, asociación delictuosa y tentativa de homicidio, acusaciones que sólo se entienden como recurso para crear confusión y temor ante el caso Iguala-Ayotzinapa. Como dije aquí hace una semana, las autoridades locales y federales siempre aseguran tener identificados a los provocadores que actúan a plena luz del día, pero éstos nunca son los que se presentan ante el juez, lo cual refuerza la desconfianza y envenena el momento, con la obvia intención de cargar contra la movilización pacífica la responsabilidad por la ruptura del orden legal. Cierto es que a crear esas condiciones contribuyen los actos vandálicos y los llamados delirantes a enfrentar a la fuerza pública a los que poco importa que la protesta crezca incorporando nuevos contingentes pacíficos.
Pero las fallas policiacas implican grandes riesgos, ya que la arbitrariedad de las detenciones viene a ser el corolario de la amenazante campaña en favor de la mano dura que está en curso, bajo la premisa de que tras las movilizaciones existe una conjura para desestabilizar al Estado. Da la impresión de que las fuerzas gobernantes perdieron la brújula y no saben cómo enfrentar la crisis sin tocar los viejos resortes autoritarios, apelando a la verdad y al trato maduro de las justas reclamaciones de la sociedad. El Presidente ha anunciado cambios importantes en relación con temas cruciales, pero no se advierte la decisión de escuchar y atender la necesidad de un cambio de rumbo, una genuina y profunda reforma institucional que comience desmontando las redes de impunidad y corrupción que nos ahogan. Da la impresión de que la Presidencia aspira a un cambio formal y no a un reajuste a fondo de las prioridades nacionales. Después de años y decenas de miles de muertos y desaparecidos, el tema de la inseguridad se sigue pensando en función de pactos cocinados en los cubículos de los políticos, con la aquiescencia de los empresarios y otros poderes fácticos, pero no se advierte un discurso comprensivo con las víctimas, un planteamiento integrador que trascienda los temas que hoy aparecen fragmentados, sin relación sustantiva.
El Presidente denuncia a quienes pretenden poner en un predicamento su proyecto de nación (y entre ellos engloba a quienes piden su renuncia en las calles), sin reconocer que la crisis es real y que muchos ciudadanos no están de acuerdo con que las reformas estructurales sean la respuesta que México requiere para salir adelante. La descalificación de la crítica, so pretexto de la estabilidad, es la vieja receta del autoritarismo. Ayotzinapa-Iguala ha puesto al desnudo la profundidad de la crisis moral y política que aqueja al Estado, pero también demuestra la fragilidad de las fuerzas políticas para afrontar una situación que claramente las desborda.
Al gobierno le preocupa la caída de la imagen del país en el exterior. Y tiene razón, pero se equivoca de medio a medio si cree que esta visión puede mejorar con reformas cosméticas o explicaciones parvularias. ¿Cómo hacerle entender al mundo que en este país con aspiraciones de potencia el gobierno no pueda dilucidar cómo y por qué los hechos acaecidos en un municipio comprometen la gobernabilidad, la vigencia de las instituciones de justicia, el equilibrio de fuerzas, la paz pública?
El hecho insoslayable es que en este México adolorido es posible desaparecer a 43 jóvenes estudiantes sin que dos meses después se pueda cerrar la investigación. La realidad es que años de violencia han sembrado de fosas clandestinas el territorio nacional. La verdad es que los migrantes cruzan el país como si fuera el mismo infierno. Dicho en breve: la descomposición no es un invento de conspiradores ni de la mirada fría del observador extranjero. Urgen grandes reformas que sólo pueden alimentarse de la voluntad popular. Muy bien que se adelanten planes para fortalecer el estado de derecho, pero la sociedad reclama acciones políticas, no discursos. Hechos concretos, no promesas.
Todo indica que estamos ante una nueva etapa. La crisis de los partidos, al comienzo de un nuevo proceso electoral, no es menor. La pérdida de confianza y credibilidad, que suele ocultarse bajo las inercias conservadoras y la manipulación mediática, afecta al presente y el futuro. Las salidas facilonas, las ocurrencias, no deberían soterrar la reflexión necesaria.
La renuncia de Cuauhtémoc Cárdenas al PRD confirma que el ciclo de la unidad de la izquierda, tal y como se concretó en 1988 (y antes), ha terminado y no se renovará sin el esfuerzo consciente de las nuevas generaciones de militantes. El crimen de Iguala hizo saltar una forma de hacer política que, junto con otras instituciones del Estado, no corresponde a las necesidades del México de hoy. Sin embargo, lejos de hacerse la autocrítica requerida, el PRD persiste en el error de no asimilar sus propias experiencias, saludando como un logro la pérdida de cuadros y militantes o el encierro en el corsé de las corrientes. Cárdenas había hecho desde tiempo atrás una serie de propuestas para reconstruir el partido, pero no tuvo eco en el grupo dirigente. Fue ignorado cuando a la organización más le importaba cerrar filas. Los partidos, al menos los de izquierda, son necesarios para proponer a la ciudadanía un programa por el cual luchar que no salta del mero sentido común imperante. No hay ganadores automáticos Por ello han de ser abiertos, deliberantes, democráticos, capaces de corregir sus errores. Cuando se convierten en maquinarias para ganar votos a cualquier precio se desnaturalizan como representantes de la ciudadanía o se transforman en meras agencias de empleo sin ideología. El país necesita otra cosa.