Editorial-La Jornada
La madrugada de ayer,
la Policía Federal anunció la captura del ex alcalde de Iguala José Luis
Abarca Velázquez y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, en una
casa paupérrima del barrio de Santa María Aztahuacán, en la delegación
Iztapalapa. Por la tarde, el procurador Jesús Murillo Karam y el
comisionado nacional de seguridad, Monte Alejandro Rubido, dieron a
conocer algunos pormenores de la pesquisa que permitió localizar a la
pareja y a una tercera persona, Noemí Berumen, detenida en otro
domicilio y acusada de encubrir a Abarca y a su cónyuge.
Aunque resulta comprensible y pertinente que a estas alturas las
autoridades se abstengan de hacer público cualquier dato relacionado con
este indignante episodio sin antes verificarlo minuciosamente, el hecho
es que la detención del ex munícipe y de su pareja –a la que se vincula
con una facción de la delincuencia organizada que participó en el
ataque a los estudiantes– difícilmente contribuirá a despejar la cólera
social por la agresión contra los muchachos normalistas, por la lentitud
con que han reaccionado todas las instancias del poder público y por la
incoherencia de las acciones y versiones oficiales durante los 37 días
transcurridos desde entonces.
Y es que, a pesar de que hay casi 60 detenidos en relación con el crimen y que en la búsqueda de los estudiantes se han realizado despliegues aparatosos de funcionarios públicos civiles, policiales y militares, con todo y las reuniones y los comunicados y tras la renuncia de un gobernador, permanece sin respuesta la pregunta central: dónde están los desaparecidos.
La exigencia de respuesta precisa a esa pregunta ha adquirido dimensiones de clamor internacional y hoy está prevista la realización de una jornada de movilizaciones dentro y fuera de México para protestar por la barbarie perpetrada a fines de septiembre en Iguala, pero también por la persistencia de la inseguridad y de la inadmisible vulnerabilidad ciudadana ante la delincuencia organizada y ante los atropellos de efectivos policiales y castrenses contra civiles, y por la impunidad que sigue imperando en el país.
En estas circunstacias, la captura de Abarca y de Pineda Villa no puede ser esgrimida como un logro, si de ella no se deriva un avance sustancial y rápido en el esclarecimiento del destino de los 43 normalistas de Ayotzinapa, si no es seguida por un deslinde de responsabilidades de otros funcionarios –por acción o por omisión– y si no se procede a una operación mayor de limpieza en el ámbito de las instituciones infiltradas por la criminalidad.