La Jornada Editorial
Durante la tarde de
ayer el presidente Enrique Peña Nieto se reunió con familiares de los
estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa que fueron asesinados,
lesionados o desaparecidos hace más de un mes en Iguala, Guerrero, por
fuerzas policiales que actuaron en coordinación con una banda delictiva.
Al cabo de las varias horas que duró el encuentro a puerta cerrada, el
jefe del Ejecutivo federal y sus interlocutores dieron a conocer
posicionamientos contrastados e incluso enfrentados.
Una hora más tarde, los padres y familiares de los estudiantes
asesinados, heridos y desaparecidos, acompañados por representantes de
organizaciones de derechos humanos, reiteraron las críticas que han
venido formulando hacia el gobierno federal, señalaron que los puntos
divulgados por el Presidente no constituyen un documento conjunto ni son
respuesta a pliego petitorio alguno; se apegaron a la postura de que la
Federación es corresponsable de la atrocidad cometida en Iguala y
condicionaron una nueva reunión con Peña a la presentación de resultados
concretos de la investigación.
A lo que puede verse, el gobierno federal sigue tratando el conflicto
desatado en Guerrero con sensibilidad y entendimiento insuficientes y
persiste en creer que la crisis política surgida a raíz de la barbarie
de Iguala puede resolverse antes de esclarecer en forma puntual y plena
el destino de los desaparecidos y de procurar justicia y fincar
responsabilidades a todos los autores materiales e intelectuales de las
gravísimas violaciones a los derechos humanos que se cometieron en esa
ciudad y que persisten hasta la fecha, a 34 días de los hechos.
Si embargo, la ausencia de los jóvenes estudiantes capturados
por policías municipales; la lentitud de la Federación en asumir sus
responsabilidades; los atropellos, las torpezas y los desaseos cometidos
en el curso de la investigación y la ola imparable de indignación
nacional e internacional no pueden disiparse con una reunión en la
residencia oficial de Los Pinos. Para desactivar la crisis política en
que se encuentra la administración peñista se requiere en primer lugar
encontrar a los muchachos ausentes, pero también establecer un relato
verosímil y fundado de lo ocurrido, fincar responsabilidades a quienes
corresponda y reconocer en forma clara y autocrítica que el Estado
mexicano ha fallado y que resulta disfuncional como garante de la
integridad física y la vida de los habitantes, especialmente de los más
pobres y desprotegidos. Ello resulta indispensable para empezar a
resolver de fondo las desviaciones, carencias y miserias institucionales
que hicieron posible la atrocidad del 26 y 27 de septiembre pasado, la
cual constituye la muestra más visible del generalizado desastre en
materia de derechos humanos, garantías individuales y seguridad pública.
En efecto, la barbarie perpetrada en Iguala ha destapado a ojos de la
conciencia nacional los fallos catastróficos del poder público, y el
medio centenar de víctimas de aquella noche –entre muertos, heridos y
desaparecidos– ha obligado al país a voltear la vista hacia las decenas
de miles de asesinados sin justicia y hasta sin nombre y las otras
decenas de miles de personas capturadas por facciones de la delincuencia
organizada y por efectivos policiales y militares y cuyo paradero se
desconoce.
En suma, es positivo que el titular del Ejecutivo federal escuche a
los parientes de las víctimas, pero cabe lamentar que el encuentro de
ayer haya tenido lugar a más de un mes de la agresión criminal y a
consecuencia de una movilización social masiva y creciente; que el poder
público no haya podido esclarecer a fondo el episodio ni encontrar a
los ausentes. Debe hacerlo porque cada día que pasa sin resultados
concretos se reduce el margen de maniobra de las autoridades y el país
da un paso más hacia la ingobernabilidad.