Luis Hernández Navarro
El diálogo entre el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y el presidente Felipe Calderón en el Castillo de Chapultepec ha desatado un intenso y enconado debate. Los medios de comunicación y los periodistas tradicionalmente afines al gobierno federal lo presentan como una muestra de la capacidad de Felipe Calderón de escuchar a sus detractores. Sectores importantes de la izquierda y el mundo intelectual lo cuestionan.
Se trata de un asunto complicado. No debiera ser una cuestión de principios, sino de correlación de fuerzas. Toda lucha que no sea insurreccional –e incluso ésta en ciertos momentos– está obligada a negociar con el gobierno. Más aún, una movilización que exige justicia, reparación de daños y modificación de políticas tiene el imperativo de dialogar.
Dentro del movimiento hay quienes critican el diálogo argumentando que Felipe Calderón es un mandatario espurio, carente de legitimidad. Planteado así, el asunto se vuelve una cuestión ideológica sin salida. Por supuesto que Calderón carece de legitimidad. Más aún, esa falta de legitimidad es precisamente la que lo ha llevado a encabezar la guerra contra el narcotráfico. Sin embargo, dialogar o no dialogar no es asunto de legitimidad del adversario, sino de fuerza. Los movimientos dialogan con quien tiene la capacidad para resolver sus demandas. Y una convergencia de víctimas que exige justicia tiene necesariamente que emplazar y tratar con el responsable de que se haga justicia y se modifique la política que la propició.
El Movimiento por la Paz logró que el Presidente de la República se reuniera con sus integrantes para sostener un diálogo público. Un grupo de víctimas que cuestiona radicalmente su política dijo al jefe del Ejecutivo lo que quiso delante de los medios masivos de comunicación y Felipe Calderón les respondió. Se trata de un hecho inusitado en el país. Lo es tanto por la tradición autoritaria de los gobernantes como por el clima de confrontación que vivimos.
Hasta ahora, las víctimas no habían tenido oportunidad de hablar con el Presidente como lo hicieron. Cuando en febrero de 2010 María de la Luz Dávila expresó a Calderón en Ciudad Juárez: "Disculpe, señor Presidente, yo no le puedo dar la bienvenida porque no lo es", lo tuvo que hacer entre forcejeos y a contracorriente.
Las víctimas que tomaron la palabra en Chapultepec lo hicieron no para engrandecer la figura presidencial, sino para decir su verdad y reclamar justicia. No hicieron concesiones. Fueron actores centrales del diálogo, no personal de acompañamiento. Dijeron a Felipe Calderón cosas muy fuertes. Salvador Campanur Sánchez, representante indígena, le señaló: "A nosotros nos agreden las autoridades que desconocen nuestro derecho a la autonomía y libre determinación, criminalizan nuestras luchas, roban nuestras riquezas y aplican una política nacional de exterminio contra nosotros".
Sin embargo, Felipe Calderón salió fortalecido del encuentro. Defendió su estrategia de guerra. No cedió un ápice en su posición. Reafirmó lo dicho el pasado 5 de mayo: "tenemos la razón, la ley y la fuerza". Utilizó a los medios masivos de comunicación en su favor. Y se tomó la foto con sus críticos.
Para muchos de quienes consideran que su presidencia es espuria, la reunión fue un fracaso total, y hasta una traición. Para ellos, lo central no es la reivindicación de las víctimas, ni que éstas hayan dicho su palabra, ni la dignificación de su causa, ni que ante la opinión pública hayan dejado de ser sospechosas de defender delincuentes para convertirse en damnificados legítimos. No. Lo importante, según su lógica, es que Calderón se legitimó.
Sin embargo, es importante mirar el diálogo desde otra perspectiva. El Movimiento por la Paz es, fundamentalmente, una convergencia de víctimas que reclama justicia, con un programa que cuestiona al conjunto de la clase política y no sólo al Presidente. No pone en el centro de su acción la legitimación o deslegitimación de la figura presidencial. No es un movimiento que mire de cara a las elecciones de 2012, ni que rija su acción a partir del fraude electoral de 2006. Es otra cosa, tiene otros orígenes, otro horizonte y otro lenguaje. Querer que se comporte como un movimiento social de oposición tradicional es renunciar a comprender su naturaleza y su lógica.
A pesar de su nombre, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad no es aún un movimiento, sino un fenómeno de solidaridad colectiva en torno a Javier Sicilia. No es una organización permanente, sino un estado de ánimo. Alrededor del dolor y la convocatoria del poeta se han nucleado las emociones y el hartazgo de miles de ciudadanos consternados con la inseguridad pública, la violencia y la militarización del país. El diálogo le proporcionó un nivel superior de presencia política.
Hasta hace tres meses ninguna fuerza política o social había logrado dar visibilidad nacional a la situación que viven las víctimas de la guerra contra el narcotráfico. La convocatoria de Javier Sicilia dio un vuelco dramático a esta situación. Lo que la izquierda no quiso, no supo o no pudo hacer fue conseguido por el poeta y su equipo. Hablando desde una cultura católica radical y pacifista y desde las víctimas logró agrupar el descontento social contra la militarización.
A esta convocatoria se ha sumado una variopinta congregación de actores políticos y sociales que padecen el bloqueo político del actual régimen de partidos. También sectores de la Iglesia católica que padecen sin deberla el costo de las barbaridades perpetradas por su jerarquía. En los hechos, el Movimiento por la Paz abrió una brecha por la que esos actores excluidos han comenzado a colarse.
Para valorar el diálogo de Chapultepec resulta útil la réplica de Mefistófeles en el Fausto, de Goethe: "Gris es la teoría, y verde el árbol de oro de la vida". En los claroscuros del encuentro es posible encontrar un hecho de gran relevancia: las víctimas se han convertido en sujetos de cambio. Eso tiene más importancia para el país y su democratización que el que Felipe Calderón se haya fortalecido a corto plazo.