domingo, 29 de octubre de 2017

México: La naturalización del capitalismo y la producción del anticapitalismo como imposibilidad

28 octubre 2017 | Javier Hernández Alpizar | Kaos en al Red
La vida en el mundo de las mercancías es para casi todo ser humano en el planeta lo dado, lo cotidiano, lo común y corriente, lo de todos los días, lo “normal”, lo “natural”. Es la regularidad de su presencia en nuestro mundo de la vida diaria la que nos hace aparecer que las mercancías están ahí por siempre, sin necesidad de explicación. Se forma una especie de “sentido común” (una construcción social de la realidad alienada) que resulta para nosotros evidente, incontrovertible, irrebatible un “principio de realidad” o como diría Marcuse un “principio de actuación”. Las mercancías como real objeto de nuestros deseos, como ´única satisfacción a nuestras necesidades, como meta de nuestras vidas y afanes, como verdadero santo grial de toda nuestra “cura”, preocupación o intencionalidad vital, se convierten en el límite de lo real y por ende de lo posible.
No concebimos poder vivir sin mercancías: son mercancías para nosotros casa, vestido y sustento, mercancías o servicios obtenibles por dinero (mercancías también) los servicios de salud, seguridad y educación. El neoliberalismo lo que hace es arrebatar al Estado y a lo público el derecho a vender como mercancías los que pervertidos keynesianos habían hecho servicios públicos o peor aún “derechos sociales”. Mercancías son la fuerza de trabajo, el agua, los medicamentos y servicios médicos, y ahora también genes y ADN, especies vivas, “biomasa”. Mercancías, la tierra y el territorio, el subsuelo y sus tesoros, petróleo, agua, uranio, oro, cobre. Mercancías, los bosques y selvas; mercancías, los seres humanos vulnerables (trata) o los no tanto (las lujosas mercancías cuyos cuerpos sirven para exhibir las más lujosas mercancías, las y los modelos).

La mercancía, en su caja de mica, en su celofán, bajo la brillante luz spot, en los colores de su novedad, es como una epifanía: es nuestro modelo de ser, siempre nueva, prestigiosa, deseable. Si un genio de la lámpara o la botella se nos apareciera ahora, tendría que ser un alcahuete de nuestra avidez de mercancías. Nuestra subjetividad se ha formado a partir del modelo ontológico de la mercancía: juventud, belleza, estatura, esbeltez, figura atlética, elegancia, salud, incluso cultura, todo ello como atributos d una mercancía o de un ente que aspira a serlo: si no sabes ganar dinero, es porque no “sabes venderte”. En las redes sociales, todos estos atributos son para convertirnos en una “marca”, cuyo valor de cambio se mide en contactos, seguidores, “amigos”, en el círculo para el cual eres un “influencer”. Porque son mercancías también las ideas, las palabras, los conocimientos, los gustos. Hay equipos estudiando “antropológicamente” o desde la psicología social y el marketing tus opiniones, gustos, tus “likes”, comentarios y comparticiones. Y para ellos son fuente de ganancias, las ganancias son como el orgasmo en la orgía de las mercancías y su prestigio fetichista. Si Walter Benjamin había estudiado el capitalismo en los pasajes y en su manera de producir a los paseantes, ahora quizá estudiaría las redes digitales y sus usuarios: templo de la “personalidad” como mercancía y del ego como una mercancía en salvaje competencia con los demás egos.

Pero la evidencia, la patencia, la entidad reveladora y epifánica de la mercancía no es el fondo de la olla: es el fenómeno pero no su esencia. Cuando decimos que el capitalismo es el límite de nuestro mundo, de lo real y de lo posible, cuando a un mundo que no sea gobernado, controlado, dominado por la mercancía es imposible (el postcapitalismo como imposibilidad) solamente estamos sirviendo como oficiantes del fetiche: la mercancía, el dinero y el capital, la santísima trinidad contra la que no se puede blasfemar. Además hay el castigo para el hereje: será declarado iluso utopista, loco, romántico, chairo-jipi, o simplemente será castigado, si su herejía cunde y se vuelve fuerza política, con un golpe de estado, una invasión militar, un bombardeo punitivo, una operación encubierta de la CIA y sus cómplices.

Ahí debería haber una grieta: si el imperio (y el emporio) de la mercancía es tan natural, tan lógico, tan legítimo, tan hegemónico, tan una derivación “necesaria” de la naturaleza humana, ¿por qué necesita de la fuerza para imponerse, para evitar que los seres humanos se sustraigan de su imperio?: en el Cono Sur, el neoliberalismo no se impuso mediante elecciones “libres” sino mediante golpes de estado y dictaduras militares. En el mundo, el imperio de la mercancía necesita del armamentismo nuclear que nos mantenga “disuadidos” y construye socialmente (y estúpidamente) el riesgo de un invierno nuclear.

Para salir del laberinto de la mercancía, el dinero y el capital, Karl Marx descubrió o inventó, bueno, produjo, el hilo de Ariadna de la teoría del valor. El capitalismo fue desnudado y aun diseccionado, su misterio expuesto: el valor de cambio, socialmente producido, es subsumido por el valor de uso y su constitución en proceso casi autónomo de valorización del valor, incremento constante, la ganancia, con su lógica de Rey Midas y en ella el cáncer que la carcome: la crisis. La fuente necesaria, el ingrediente secreto de la receta alquímica es el trabajo vivo, el trabajo asalariado (o esclavo sin más) para ser explotado, superexplotado, reprimido, colonizado, criminalizado.

Sin embargo, la ciencia que explica el talón de Aquiles de la mercancía es una ciencia prohibida, negada, demonizada, permanentemente atacada. En México, generaciones enteras educadas bajo el positivismo aprendieron que solamente las ciencias duras, las ciencias naturales, son verdaderamente científicas, e incluso las ciencias sociales, en la medida que pretendan serlo, deben parecerse lo más posible a las naturales: las ciencias sociales son las cenicientas del mundo académico. A menos que se conviertan en ideología o “filosofía” “postmarxista”. El marxismo es el secreto enemigo de muchos discursos que no lo nombran, desde el positivismo hasta las doctrinas religiosas politizadas en el anticomunismo, o “despolitizadas” en el puro espiritualismo. Sin embargo, en la dinámica cotidiana del capitalismo está el permanente aguijón de la muerte (ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, trata de personas, guerras imperialistas o coloniales, despojos territoriales, doctrina del antiterrorismo global) y la mortificación: el trabajo explotado de todos los días, el capitalismo realmente existente, que no es el cuento de hadas de las mercancías y su ciudad utópica (hay rebajas en todas las tiendas y todos los días) sino la lenta muerte de vivir 8, 9, 10, 11 o más horas diarias para el trabajo asalariado y tener el resto como “tiempo libre”, tiempo para “vivir”, es decir, para consumir mercancías.

Vivir todos los días produciendo mercancías, consumiendo mercancías, oficiando en el consumo de la publicidad (cine, televisión, internet, carteles gigantes, las marcas mismas en cada uno de los logos nuestros de cada día) nos hace creer que las mercancías son más naturales que los seres humanos o los seres vivos: si necesitamos contacto con otros seres vivos podemos comprar una mascota en la Pet Shop.

¿Se entiende ahora por qué el anticapitalismo suena como a saltar al abismo, el negro infierno de lo ignoto, como a los marineros medievales les daba temor llegar al final del océano y caer en el oscuro pozo de la nada?

Solamente en breves momentos de interrupción de nuestra esclavitud cotidiana (como los brigadistas y rescatistas durante las primeras horas y días después del sismo) o en casi ensoñaciones (lapsus de lucidez al leer o conversar, o al pensar-por supuesto acto clandestino del consumidor que sigue siendo un encubierto insurgente) llegamos a pensar que una vida no capitalista es posible. Pero la “sensatez” la extracción de la piedra de la locura, llega pronto: nuestros propios congéneres nos despiertan: no seas soñador, este mundo, la inmanencia del poder del dinero, es lo único real y lo único posible. Incluso nuestro superyó capitalista lo dice: soñar no cuesta nada, pero al despertar, la mercancía todavía estará ahí. Acaso puedes jugar a guerrillero de la Mátrix y soltar pensamientos radicales en las redes digitales. Inútil, todo.

En ese contexto, nada extraño es que los movimientos antisistémicos no sean entendidos. El EZLN no ha dejado de luchar desde que fue fundado, primero en la clandestinidad, luego en la vida pública y en la construcción de sus Caracoles: pero su presencia en el mundo de las noticias-mercancía de los medios comerciales no es diaria, por ende, “aparecen sólo cada que hay elecciones”. En el mundo de las noticias mercancía las mentiras a veces dan más ganancias que la verdad, y cuestan mucho menos: inventar, escribir, publicar, cobrar y recoger prestigio y seguidores.

Sin embargo, son justo esas mujeres y hombres que están reconstruyendo una producción social que desafía al capitalismo, con propiedad colectiva de los medios de producción, con organización de autogobierno democrático, con principios de ética política radicalmente democráticos como el mandar obedeciendo, son ellas el sujeto, pequeño como el niño del cuento de Hans Christian Andersen, que se atreve a decir que el rey va desnudo: el capital no es para siempre; hoy que en su lenta, prolongada, decadencia tiene el aspecto de una Hidra, con cabezas feroces que por todas partes muerden, dentellean, expelen su hálito mefítico, de todas maneras el capital no es invencible: se trata de liberar la energía social que tiene esclavizada, hacer que ya no sea refuncionalizada en favor de la mercancía y el dinero, hacer que la producción social recupere su vocación por el valor de uso, de ser para la cultura, ser para la vida.

El capitalismo y sus ideologías (neoliberal, liberalismo social, keynesianismo, filantropismo de las ONG, doctrinas resignadas a que la justicia es para los ricos y los derechos humanos, casi no justiciables, para los pobres, como dice Arundhati Roy) pesan sobre nosotros como la presión atmosférica, son el “sentido del ridículo” de lo políticamente posible, son la fuerza del fetichismo de la mercancía convertida en la teología secreta del conservatismo en sus versiones duras y blandas, vulgares y eruditas, de derechas e “izquierdas”.

Cuando movimientos antisistémicos como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Congreso Nacional Indígena (CNI) hacen propuestas como el autogobierno mediante un Concejo Indígena de Gobierno (CIG) pueden sonar a esos profetas excéntricos en las novelas de Ernesto Sabato. Pero no es que estén locos, sean tontos o sean meras marionetas de una conspiración (bastaría esa proclividad para explicarlo todo así para diagnosticar la bancarrota moral e intelectual de la izquierda oficial): lo que pasa es que nuestros oídos filtran todo mediante la sutil y omnipresente pseudoconcreción de la mercancía y su prestigio fetichista.

No es el caso solamente de quien es un pasivo consumidor de directrices a la opinión pública de los sinsajos e “influencers” más conocidos, también hay sofisticados consumidores de discursos densos e incluso “radicales” cuyo avasallamiento por la mercancía los hace devotos del más clásico parlamentarismo burgués: El fetichismo de la mercancía se extiende del erotismo domesticado en las redes sociales a la religiosidad apócrifa con que veneran a líderes políticos intocables. (“Dios ha muerto” es ya un departamento del supermercado.)

Tomarse unas vacaciones mentales normalmente, cotidianamente, no es posible: pero es posible buscar las grietas, las arrugas, ahí donde la mercancía enseña su decrepitud sistemáticamente maquillada. Sin movimientos antisistémicos como el EZLN y el CNI los discursos radicales serían mera literatura romántica, cursi y edificante, pero inútil. En sus cuerpos y sus voces encarna esa subjetividad que Marx hallaba en los proletarios de su tiempo. Por cierto, todos los proletarios podemos y debemos sentirnos convocados hoy por sus voces. Hacer posible lo imposible no necesariamente pasa por la ortodoxia de los sacerdotes del pensamiento radical del momento: pero sí pasa necesariamente por las “condiciones subjetivas”, la fuerza social, tan objetiva (Simone Weil, dixit) como la condición necesaria más materialista que quieran: construir ese sujeto es hoy la tarea.