
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- A fines de octubre del año pasado el
Colegio de Estudios Científicos y Tecnológicos de Santa María Atzompa,
Oaxaca, me invitó a hablarles a sus alumnos. Quien me llevó al plantel
40 era un maestro rural, egresado del Mexe, la hoy desaparecida escuela
de normalistas de Hidalgo. Mientras se juntaban los chicos de 15-16 años
en la cancha de básquet, el maestro me sintetizó la labor docente en
nuestras regiones más empobrecidas:
–Si no quieres a tus alumnos, no puedes ser su maestro –empezó–. Yo,
cuando eran vacaciones, me daba una vuelta por sus casas, no sólo para
ver si habían repasado matemáticas, sino también para saber si habían
comido. Y, si no, pues a buscarles cómo.
Me acuerdo de ese profesor cuando escucho las campañas de odio contra
nuestros maestros públicos, cuando los desalojan, los acusan de no
querer “evaluarse”, los retratan como violentos –y en esta última semana
hasta de peluqueros del Partido Verde–, aprovechados, falsos o –no lo
quiera el neoliberalismo– “sindicalizados”. En su defensa muchos hemos
argumentado que la escuela pública en México es uno de los últimos
lugares donde se asienta lo que todavía podemos llamar “nación”. Pero,
¿a qué nos referimos?
Pongamos un ejemplo simple, que hasta Claudio X. González,
expresidente de Fundación Televisa y promotor de las campañas de odio,
pueda entender. Un museo público. Para que exista como espacio requirió
de un proceso simbólico y legal anterior: que existiera un Estado que
nacionalizara el patrimonio que, antes, definiera a éste: qué objetos,
fechas y nombres, en qué secuencia y por qué servirían para crear una
narrativa épica colectiva. Las escuelas públicas no sólo son los
edificios donde están. Lo que albergan es una idea del sentido cuyos
eslabones hablan, escuchan, transmiten. Y, en el caso del profe rural,
hasta consiguen qué comer, se angustian por sus alumnos, los seducen con
los saberes. Un maestro es alguien que pone en tu camino una obsesión.
La palabra clave es transmitir. Una nación es una herencia de
sentidos, de palabras, que se prolongan en el tiempo y que apelan a sus
receptores-recreadores como comunidades. Transmitir es casi opuesto a
comunicar: individuos aislados que reciben mensajes en el tiempo más
corto posible. Transmitir necesita de gente que nos enlace, en forma de
saberes pero también de emociones, con el tiempo prolongado. Comunicar
no. La confusión, por ejemplo, de la “enciclomedia” de la educación
foxista era ésa: enseñar exclusivamente por la vía escrita elimina la
posibilidad de las preguntas y las respuestas. Los textos no escuchan,
no reconocen, no premian el esfuerzo con una sonrisa. Transmitir una
nación sigue siendo un asunto de personas en salones de clases o, como
en muchos casos del sureste mexicano, debajo de un árbol. Transmitir es,
también, sentirse vinculados a un lugar. Ayotzinapa, por ejemplo, no es
sólo una normal rural. Prolonga la épica de Genaro Vázquez, de Lucio
Cabañas. Las escuelas públicas prolongan su propia heroicidad: de los
maestros cardenistas y sus apostolados, a las ínfimas condiciones
físicas en las que los maestros de hoy dan clases bilingües en una
sierra, en una cañada, a la mitad de un desierto. La forma en que lo
simbólico se une a lo político sólo puede arraigar en un territorio, con
un centro y una periferia. En muchos sentidos, la escuela pública forma
la nación no sólo por lo obvio –saludar y tomar distancia frente a la
bandera o disminuir las diferencias de ingreso a partir del reparto de
uniformes y útiles escolares– sino en un sentido más profundo: establece
una prioridad a lo que nos vincula –la historia, el civismo, las
lenguas– por encima de lo meramente técnico. La obsesión que un profe
puede poner en tu camino tiene que hacerse de viva voz, de cuerpo
presente, digamos: de épica presente. La red, por sí misma, es sólo es
una fantasía tecnocrática. Las comunidades digitales no se constituyen
necesariamente en solidaridades electivas. Red no es relación.
Hoy el ataque contra los maestros es el de las evaluaciones. El
chiste se cuenta sólo: Sócrates y Jesucristo, grandes maestros, no
hubieran obtenido una plaza o su titularidad porque no tenían
publicaciones. Ya se ha dicho que medir no es conocer y, en este caso,
equivale a desconocer el contexto. Un examen único para los maestros de
una ciudad y los de una comunidad sin luz es una banalidad. Pero así de
superficial es la reforma educativa que, en muchos estados, es un examen
impuesto a golpes de macana y gases lacrimógenos, bajo la amenaza de
perder el trabajo.
Por supuesto que los maestros son los lazos de una comunidad con la
idea de una nación. Pero tampoco deberían ser erigidos en estatuas. Un
buen discípulo será, al final del proceso educativo, un rival y un
crítico de su propio maestro. Cuando deja de ser tu profesor y ya no es
necesario discutir con él, deberás ir en busca de tu propio alumno,
alguien con quien comenzar todo, otra vez.
Este texto se publicó originalmente el 5 de junio en la edición 2066 de la revista Proceso.