
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Lo ocurrido en Brasil es de primordial
interés para México. Hace tres lustros esa nación sudamericana –junto
con Rusia, India y China– fue considerada uno de los países emergentes
con mayor potencial de crecimiento económico. En 2009, último año de la
presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva, la economía brasileña creció
7.5%, mientras la mayoría de las naciones del orbe enfrentaban la
recesión producto del estallido financiero de 2008 en Wall Street.
Hoy Brasil enfrenta la peor crisis política, económica y moral de su historia reciente, lo cual condujo a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, quien está sujeta a juicio político (impeachment).
Estrechamente relacionados, dos factores centrales explican el
complejo proceso de deterioro de la nación carioca: la disfuncionalidad
de su sistema político y la corrupción sistémica como elemento
aglutinador de la debacle. En Brasil, la Presidencia cuenta con amplios
poderes administrativos pero adolece de una inmensa debilidad frente a
un parlamento pulverizado que obstaculiza la gobernabilidad y propicia
la corrupción. “En ningún país, la divergencia entre el Ejecutivo y el
Legislativo es tan pronunciada como en Brasil. Ello depende, sobre todo,
de que el país tiene el sistema de partidos más débil del continente”,
apunta Perry Anderson en el interesante ensayo titulado “Crisis en
Brasil” (London Review of Books, 21/IV/16).
Los errores y excesos de la presidenta Rousseff, además de su
vulnerabilidad en las dos cámaras del Parlamento, facilitaron el proceso
para destituirla, promovido por el Partido Movimiento Democrático
Brasileño, al que pertenecen el vicepresidente Michel Temer, quien
asumió la Presidencia tras la destitución de Rousseff, así como Eduardo
Cunha, cerebro del juicio político contra la mandataria, maestro en el
oscuro arte de la cooptación parlamentaria y acusado por la Suprema
Corte de aceptar sobornos relacionados con la adjudicación de contratos
para la construcción de buques de perforación para Petrobras, así como
por el fiscal general de controlar el “oleoducto de sobornos” de la
empresa petrolera brasileña que distribuía miles de millones de reales
provenientes de compañías constructoras a políticos de la coalición
gobernante a cambio de contratos inflados. A principios de mayo, Cunha
fue destituido por un juez del Tribunal Supremo como presidente del
Parlamento por carecer de la altura moral para el cargo.
Asimismo, el Partido Social Demócrata Brasileño –al que pertenece
Aécio Neves, derrotado por Rousseff por sólo tres puntos en la elección
de 2014– aprovechó la descendente popularidad de la presidenta para
organizar su destitución de la mano de la élite empresarial y apoyados
por una campaña mediática contra Rousseff, Lula y el Partido del Trabajo
(PT), orquestada por los grandes consorcios de la comunicación de
Brasil, encabezados por O Globo.
Por ello, la mandataria y quienes la apoyan consideran su destitución
como un “golpe”, a pesar de haber sido aprobada por 55 votos contra 22
en sesión plenaria del Senado brasileño. Ello fue posible debido a que
en Brasil existen autoridades judiciales autónomas –el juez Sergio Moro y
el fiscal Deltan Dallagnol, por mencionar sólo a dos de ellos–
comprometidas con el combate a la corrupción y con el poder efectivo
para juzgar y sancionar a quienes la ejerzan, incluidos, como se ha
comprobado, los más altos representantes de la élite política y
empresarial.
Montada en la ola de prosperidad de su mentor, Dilma Rousseff gozó de
un índice de aprobación de 75% durante el primer año de su gobierno;
pero su popularidad empezó a descender a partir de 2011, junto con la
reducción del crecimiento de la economía (2.75% en ese año y 1% en 2012)
hasta llegar a la peor recesión desde 1930. (Al finalizar 2016 se
estima que la economía brasileña será 8% menor a la de 2014). En 2013
aumentó la tasa de interés bancaria y se desató una ola de protestas
masivas por el alza de las tarifas del transporte público en Río de
Janeiro y Sao Paulo, así como por la mala calidad de los servicios de
educación y salud del gobierno.
Como se ha mencionado, en 2014 Rousseff ganó la reelección por un
margen muy pequeño, ofreciendo elevar el nivel de vida de los
trabajadores. Sin embargo, el colapso del precio de las materias primas
(principalmente acero, soya y petróleo) la obligó a adoptar medidas de
austeridad. Su popularidad empezó a derrumbarse, no sólo por los efectos
de la recesión sino porque sus votantes se sintieron engañados, lo cual
provocó la ira social.
La operación Lava Jato que investiga una red de corrupción y lavado
de dinero, vinculada principalmente al PT, y la detención de Lula para
interrogarlo sobre el tema se sumaron al proceso o estrategia para
destituir a Rousseff, a pesar de que a ninguno de los dos les han
probado delito alguno relacionado con el caso. Sin embargo, como parte
de la campaña en su contra, se divulgó la especie de que ambos tuvieron
conocimiento aquiescente de los actos de corrupción en Petrobras. Antes
de las elecciones presidenciales de 2014, la revista Veja publicó un
reportaje sobre la corrupción petrolera con las fotos de Rousseff y Lula
en la portada y la exclamación “¡Lo sabían!”
Dilma Rousseff no será juzgada por esos delitos. Durante los próximos
seis meses, los senadores discutirán si la presidenta cometió crimen de
responsabilidad hacia la República al alterar las cuentas públicas para
equilibrar los balances presupuestales de un año para otro mediante
préstamos a bancos públicos. El artículo 86.5 de la Constitución
brasileña establece que la violación de la ley presupuestaria es motivo
de juicio político al presidente. El resultado del juicio es incierto
como lo es el futuro de Brasil bajo el mando de Michel Temer, quien dará
un giro a la derecha para tratar de estabilizar la economía y sacar al
PT del poder.
En Brasil, como en México, la corrupción es sistémica. Lo que nos
distingue es que entre nosotros la impunidad y el disimulo están por
encima de la justicia. Las consecuencias de esta aberración política,
jurídica y ética en nuestro país aún están por verse.