La Jornada - Editorial
Con los comicios
legislativos y locales realizados ayer culminó un periodo de campañas
electorales caracterizado por la degradación en las formas de hacer
política, la inobservancia de las leyes de la mayoría de los
contendientes –partidos y candidatos– y una autoridad en la materia, el
Instituto Nacional Electoral (INE), que se estrenó de la peor manera
posible: convertido desde su nacimiento en rehén de las componendas
entre partidos, omiso en la observancia y el cumplimiento del marco
legal e incapaz de hacer valer su condición de árbitro de la contienda.
Sus debilidades, para colmo, fueron secundadas y ahondadas por el
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), el cual
restó a las resoluciones del organismo que preside Lorenzo Córdova la
escasa fuerza que pudieron tener de origen y las dejó reducidas a
posicionamientos casi simbólicos.
Por lo demás, el proceso de renovación legislativa y de la tercera
parte de los ejecutivos estatales y de los respectivos ayuntamientos se
vio contaminado por la violencia que afecta al país y dejó un saldo de
más de una decena de candidatos, cuadros y militantes asesinados y
varios heridos en enfrentamientos. Adicionalmente, la descomposición
institucional en curso y el creciente divorcio entre el México formal y
el México social derivó en un acentuado escepticismo ciudadano que se
tradujo en llamados a la abstención y a la anulación, en tanto que la
crisis de credibilidad agudizada por los sucesos de Iguala de septiembre
pasado llegó hasta intentos de impedir la realización de los comicios
que derivaron en disturbios de diversa magnitud en algunas localidades
de Guerrero, Oaxaca y Chiapas.
En suma, la reforma política pactada por las fuerzas mayoritarias y
promulgada a inicios del año pasado ha fracasado en su primera prueba.
Incluso la novedad de las candidaturas independientes hizo agua en los
comicios de ayer, si se considera que, con la notable excepción de Nuevo
León, en donde los resultados preliminares daban la victoria a un
aspirante a gobernador registrado con esa figura apartidista, los
sin partidono sumaban, en conjunto, ni siquiera el uno por ciento de los votos.
Al cierre de esta edición, con menos del 20 por ciento de las actas
computadas, resultaba difícil trazar líneas claras entre ganadores y
perdedores: de acuerdo con esos números iniciales el PRI perdería un
importante caudal de votos legislativos pero ganaría la mayor parte de
las gubernaturas en juego; los otros dos firmantes originales del Pacto
por México, Acción Nacional y el sol azteca, retrocederían también, en
forma moderada el primero y en caída libre el segundo, opacado por la
irrupción en el escenario político de Morena, el cual, según las
tendencias esbozadas en los programas de Resultados Preliminares (el
federal y el capitalino), podría disputarle el tercer sitio como fuerza
política nacional, se situaría en primera en la Asamblea Legislativa del
Distrito Federal y conquistaría, a expensas del PRD, varias
delegaciones de la ciudad de México. Para ser el primer proceso
electoral al que concurre, y a menos de un año de haber obtenido su
registro como partido, el resultado de la organización que encabeza
Andrés Manuel López Obrador es sin duda relevante.
Es demasiado pronto para ponderar en qué medida los resultados
comentados inducirán, o no, realineamientos políticos significativos en
el país. Lo que resulta meridianamente claro, en cambio, es la urgencia
de reconfigurar los procedimientos y las instituciones electorales a
fin de que la incierta y débil democracia nacional pueda disponer de
autoridades comiciales verdaderas, independientes de los partidos y de
la clase política, y dotadas de la capacidad y la voluntad de poner
orden en las campañas y de sancionar sin miramientos prácticas y
conductas que constituyen delitos electorales y que hasta ahora
permanecen en una exasperante y contraproducente impunidad. La vida
republicana de México viene arrastrando las fracturas que dejaron las
elecciones presidenciales de 2006 y 2012 justamente por la incapacidad
de las autoridades comiciales de ofrecer resultados confiables y de
gestionar en forma creíble las impugnaciones a tales procesos. Si no se
procede a una nueva reforma que erija instituciones electorales dignas
de tal nombre, la sucesión presidencial de 2018 podría resultar un
desastre irreparable para la vida pública del país.
El tiempo apremia.