
Desde Miguel Alemán, los presidentes mexicanos han hecho de su posición privilegiada en el poder una virtud pública de impunidad. El principal reflejo de este acto impúdico está en el gusto por construir grandes mansiones para su familia o amantes, como fue el caso de la residencia que el presidente Gustavo Díaz Ordaz le compró a Irma Serrano en la zona exclusiva de Lomas de Chapultepec.
Los presidentes priistas han sido los más ostentosos en el uso del
poder para comprarse grandes propiedades y terrenos en zonas con una
enorme plusvalía, como Cancún, donde Luis Echeverría Álvarez adquirió
una mansión, y años antes lo hizo Miguel Alemán en Acapulco.
Quizá desde López Portillo no teníamos a un huésped en Los Pinos con
tantos escándalos inmobiliarios como los que se conocen ahora con
Enrique Peña Nieto. A la ya famosa Casita Blanca que le estaba
construyendo a su esposa, la actriz Angélica Rivera –con un costo
multimillonario y financiada por Grupo Higa, empresa favorecida por el
gobierno federal–, hoy se le suma la adquisición de otra residencia en
el municipio de Ixtapan de la Sal, por parte de otra constructora que
Peña también favoreció cuando fue gobernador del Estado de México.
Es evidente que con sus propios ingresos como funcionario público, ya
sea como gobernador o presidente, el mexiquense no tendría
posibilidades para comprar esas propiedades valuadas en millones de
pesos o de dólares. Y tampoco sus secretarios, como Luis Videgaray, a
quien también el grupo Higa le construyó una casa de descanso en
Malinalco, un pueblo del Estado de México donde los salinistas
construyeron muchas residencias para pasar los fines de semana.
Entonces, si no es con dinero de sus bolsillos como pagan las
cuantiosas cantidades de dinero para adquirir las mansiones y
residencias, lo hacen con recursos públicos o mediante actos de
corrupción revestidos de concesiones legales a empresarios y
constructoras favorecidas por contratos millonarios.
Se trata, una vez más, de expresiones claras de la cultura de la
impunidad, corrupción e ilegalidad que comparten los políticos mexicanos
de todos los niveles, y que es la base del surgimiento y crecimiento
del crimen organizado transformado en gobierno, como se muestra en
Michoacán, Guerrero o Tamaulipas.
Frente a los dos últimos escándalos inmobiliarios, la oficina de
Comunicación Social del gobierno federal ha tratado de justificar que no
hay conflicto de intereses entre las constructoras y la Presidencia de
la República.
Pero en lugar de aclarar el origen de los recursos y las relaciones
corruptas entre empresas y gobierno, las explicaciones oficiales sólo
ahondan más la percepción que ya se tiene de Enrique Peña Nieto: un
presidente opaco hecho a la vieja usanza priista de la corrupción.
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso