La Jornada - Editorial.
Ayer, unas horas
después de la imposición de sanciones financieras, energéticas y
militares de Estados Unidos y la Unión Europea contra Rusia, el Kremlin
anunció su decisión de vetar la importación de alimentos europeos y
estadunidenses –carne, lácteos, frutas, verduras y pescados, entre
otros–, y advirtió de ampliar las represalias a la prohibición de vuelos
que atraviesen por su territorio e introducir
medidas defensivasen la industria automotriz, aeronáutica y de construcción de embarcaciones.
De tal forma, lo que se inició como un pulso en el orden geopolítico
contemporáneo se ha tornado en un asunto de consecuencias serias para
las economías nacionales, que permite ponderar la existencia de un
contrapeso real a Occidente –el de Rusia– y remite, de manera
inevitable, a los tiempos de la guerra fría, con la salvedad de
que ahora el amago mutuo no radica en la posibilidad de desatar un
holocausto nuclear, sino de atizar una escalada de sanciones económicas
con efectos potencialmente devastadores para las poblaciones
respectivas, sobre todo las de menores ingresos.
Más allá de estas consecuencias indeseables, el fenómeno descrito
reviste un interés innegable. En primer lugar, porque pone en entredicho
una de las perspectivas más optimistas de los impulsores de la
globalización: que la profundización de la interdependencia económica
entre las naciones del mundo terminaría por reducir los conflictos entre
ellas, pues reforzaría las relaciones de necesidad mutua. La realidad,
en cambio, es que dicha interdependencia económica está siendo usada
como un factor de presión y hasta de hostilidad por potencias como
Estados Unidos y Rusia.
En contraste con los factores de preocupación que esta
situación genera en los hegemones planetarios, para los mercados
emergentes de América Latina, Asia y África representa una ventana de
oportunidad, en la medida en que uno de los efectos previsibles de los
vetos y sanciones mencionados es la apertura y diversificación de un
mercado de enormes proporciones, como el ruso. No es casual que Moscú
haya iniciado ya negociaciones con diplomáticos de diferentes países
latinoamericanos con el fin de sustituir los alimentos de la Unión
Europea y Estados Unidos, cuyas exportaciones a Rusia el año pasado
ascendieron, en ese rubro, a 15 mil 800 y mil 300 millones de dólares,
respectivamente.
Por último, la circunstancia obliga a reflexionar sobre el papel de
México, el cual podría beneficiarse de la situación al igual que otras
economías emergentes si contara una estrategia de diversificación de
mercados, como la que han adoptado desde hace años otras naciones del
hemisferio. Sin embargo, la guerra económica entre Rusia y Occidente
coincide en el tiempo con una doble sumisión de nuestro país a Estados
Unidos: la política, que se expresa con la tibieza con que el gobierno
mexicano suele reaccionar ante las autoridades del vecino del norte, y
la económica, que se refleja en el hecho de que la inmensa mayoría de
las exportaciones de nuestro país van a parar al mercado estadunidense.
En suma, la oportunidad que se desprende de la crisis geopolítica
actual encuentra a nuestro país en una posición de vulnerabilidad y
dependencia, resultado de un empeño gubernamental en conducir la
política y economía nacionales bajo los preceptos dictados desde
Washington.