Editorial-La Jornada
La disolución formal de la coalición electoral entre los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Nueva Alianza (Panal), anunciada el pasado viernes, ha abierto un compás de incertidumbre respecto del futuro político de la segunda de esas fuerzas partidistas, surgida de una fractura en el propio tricolor en las postrimerías del sexenio foxista, aliada de facto del panismo en las desaseadas elecciones presidenciales de 2006 e incorporada durante la gestión de Humberto Moreira en el priísmo nacional como parte de la estructura que impulsa la candidatura presidencial de Enrique Peña Nieto.
Hasta ahora, salvo los directamente involucrados, nadie sabe a ciencia cierta a qué intereses responde la “separación amistosa” que dieron a conocer anteayer, por separado, los dirigentes del PRI, Pedro Joaquín Coldwell, y del Panal, Luis Castro. Algunas voces han insistido en que la ruptura es producto de diferencias entre ambas dirigencias por el reparto de cuotas de poder para el partido cuya jefa máxima es Elba Esther Gordillo. Otros intentos de explicación atribuyen el hecho a la salida del propio Moreira de la dirigencia priísta, quien era el vínculo más sólido entre el gordillismo y el aspirante presidencial del tricolor.
Más allá de esas hipótesis, es de destacar que, a diferencia de lo ocurrido hace más de seis años, cuando la salida de Gordillo del PRI se dio en el contexto de una confrontación abierta con la dirigencia de ese partido, ahora la separación se produce en un clima de aparente tranquilidad, en medio de afirmaciones de que la decisión se da de común acuerdo y que persigue el beneficio mutuo.
Con este telón de fondo, es pertinente ponderar el señalamiento formulado ayer por el aspirante presidencial de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador, de que la anunciada ruptura no es más que una “simulación” para evitar que la cercanía formal entre Gordillo y Peña Nieto provoque mayor erosión a la imagen del segundo; que “sigue vigente el acuerdo entre ellos” y que la versión de que el Panal postulará un candidato presidencial propio es una maniobra similar a la que ese partido puso en marcha en 2006, “para ayudarle a Peña Nieto como lo hicieron con Calderón”. De confirmarse tal hipótesis, daría cuenta de la reiteración, en 2012, de uno de los factores irregulares que marcaron los comicios de hace seis años, y de un nuevo intento por defraudar la voluntad de los votantes de ambos partidos, pues ni unos ni otros estarían informados de qué clase de fórmula política favorecen con su sufragio.
Ha de tenerse en mente, también, la posibilidad de que la presunta separación entre el PRI y el Panal dé lugar a un realineamiento entre las fuerzas partidistas nacionales, y que derive en una alianza de hecho con alguno de los aspirantes presidenciales del Partido Acción Nacional. Esa perspectiva ha sido descartada por Josefina Vázquez Mota y por Santiago Creel, pero no por Ernesto Cordero, quien ayer pidió “que se valoren todas las alternativas, absolutamente todas”. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en 2006, cuando los oficios gordillistas resultaron determinantes en el desaseo que culminó con el arribo de Felipe Calderón a Los Pinos, la capacidad de operación electoral de la dirigente vitalicia del SNTE parece hoy disminuida: defenestrado Humberto Moreira, con la mayoría de gobernadores priístas sumados a la candidatura de Peña Nieto, y en un momento en que el tricolor parece haberse decantado por el restablecimiento de sus equilibrios internos, luce difícil que las huestes de Gordillo puedan echar mano de la maquinaria electoral –mayoritariamente controlada por los ejecutivos estatales– que tuvo a su disposición en 2006.
Con todo, el escenario que luce menos favorable para los intereses de Gordillo y del Panal es, paradójicamente, el que han bosquejado en horas recientes los dirigentes de ese partido: la presentación de candidaturas propias en las elecciones, sin alianzas formales o informales con otras fuerzas políticas. En la circunstancia presente, tal apuesta parece casi suicida para los intereses políticos de la dirigente vitalicia del SNTE, identificada como un factor de descrédito e ilegitimidad para la actual administración federal, percibida por la ciudadanía como un lastre fundamental para la efectiva democratización del país y señalada como la demostración fehaciente de que el cinismo, la traición y la búsqueda del poder por el poder son la moneda corriente en la vida pública.