2 julio 2017 | Jesús Cantú | Proceso
CIUDAD DE MÉXICO (Apro).- El escándalo del espionaje a periodistas y activistas mexicanos denunciado hace un par de semanas por The New York Times deja al descubierto la debilidad del Estado mexicano para enfrentar este tipo de crisis, pues no hay instancia capaz de integrar una investigación imparcial y creíble que permita sancionar a los responsables y brindar las mínimas garantías a la ciudadanía. La Procuraduría General de la República (PGR) es una de las instancias que presuntamente poseen el sistema de espionaje Pegasus, utilizado en las labores denunciadas por el diario estadounidense, por lo que el anuncio de que la encargada de abordar el caso será la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos contra la Libertad de Expresión no garantiza una actuación imparcial, pues depende de una de las instituciones a las que deberá investigar.
Pero si su falta de independencia no fuese motivo suficiente para desconfiar, sus primeras acciones todavía generan más escepticismo: anunció que contará con la colaboración del FBI, cuando ni siquiera han hecho una solicitud formal al respecto, como se encargó de evidenciar la embajada de Estados Unidos. Es decir, se busca resolver el asunto mediante acciones mediáticas en lugar de dedicarse a integrar una averiguación sólida y rigurosa que permita identificar y sancionar a los responsables.
Mientras tanto, el expediente que empezó a integrar la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), aun en el caso de que concluya que fueron las instancias del Gobierno Federal las que realizaron las tareas de espionaje, quedará en una recomendación pública, sin carácter vinculante, y en las quejas y denuncias ante las autoridades respectivas, que paradójicamente tendrían que ser la PGR y la Secretaría de la Función Pública, según los delitos que se detectaran, ambas dependientes del Poder Ejecutivo.
Antes de 2011, cuando se realizó la reforma constitucional en materia de derechos humanos, la facultad de investigar violaciones graves a esos derechos la tenía el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; por eso intervino en varios casos, entre ellos la matanza de Aguas Blancas, la detención de la periodista Lydia Cacho, el incendio en la guardería ABC y la represión en Atenco, Estado de México.
Sin embargo, los dictámenes que emitía la Corte con motivo de las investigaciones que realizaba tampoco tenían carácter vinculante y por lo mismo no tenían consecuencias jurídicas, sino meramente políticas. En el caso de la matanza de Aguas Blancas, como quien solicitó la indagación fue el presidente de la república, el dictamen provocó la renuncia del entonces gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa Alcocer, y varios de sus más cercanos colaboradores. Sin embargo no hay ningún condenado por la muerte de los 17 campesinos. Ese caso tuvo consecuencias políticas (en los otros tres casos no hubo ninguna) pero no jurídicas, pues los crímenes permanecen impunes.
Sin duda la Corte no era la mejor instancia para asumir esa responsabilidad, particularmente por el desgaste político que implicaba; pero haberla derivado a la CNDH sin ampliar sus facultades parece todavía peor, ya que no importa la solidez y contundencia de sus recomendaciones: no tienen ninguna consecuencia legal y por lo tanto son irrelevantes.
Ejemplos de las nulas consecuencias de sus recomendaciones hay muchos, pero basta recordar la 45/2010, emitida el 12 de agosto de 2010, en relación con la muerte de dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, en la que la CNDH señala que el Ejército manipuló la escena del crimen —sembró armas— para hacer aparecer a los dos jóvenes como miembros del crimen organizado (Proceso 1764). El Ejército aceptó la recomendación el 27 de agosto, pero hasta la fecha nada ha sucedido, no hay ningún militar procesado por ninguno de los posibles delitos en los que incurrieron. Y éste es un caso en el que la autoridad responsable aceptó la recomendación. Es peor en los casos en los que no la aceptan.
La reforma de 2011 no pudo ir más allá por la oposición a darle facultades a la CNDH para asumir funciones de Ministerio Público en los casos de violaciones graves a los derechos humanos y, por lo tanto, tener las atribuciones para integrar averiguaciones previas y consignar directamente ante el Poder Judicial, de tal forma que fuese un poder independiente el responsable de decidir la responsabilidad o no de las autoridades dependientes del Ejecutivo involucradas en los hechos.
Por supuesto que la torpeza del Ejecutivo federal (no únicamente del presidente, sino también de su equipo cercano) para encarar la denuncia del diario estadunidense lo entrampa más, pero la realidad es que en estos momentos no hay ninguna institución pública que pueda resolver justa, legal y creíblemente el asunto, porque todas las instancias involucradas dependen directamente del presidente, con lo cual, de partida, pierden credibilidad, particularmente por los antecedentes.
La única posibilidad sería que se le diera todo el respaldo político a la CNDH para integrar el expediente y cuando tenga su recomendación, en caso de que hubiese responsabilidades para las instancias del Poder Ejecutivo federal, nombrar a los mismos investigadores como ministerios públicos para que ellos consignen el caso ante el Poder Judicial.
Esa sería una salida totalmente pragmática y particular para resolver este complicado asunto; pero el problema estructural prevalece pues, como también ya evidenció el caso Ayotzinapa (donde también se involucraron instancias internacionales, en ese caso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos), el Estado mexicano no cuenta con las instituciones que puedan sancionar a los funcionarios públicos responsables de delitos o faltas administrativas, si tienen la protección presidencial. Nuevamente el mundo constata la débil institucionalidad mexicana.