Publicada por Ediciones Proceso, Ayotzinapa. Mentira histórica.
Estado de impunidad, impunidad de Estado, es la investigación más
completa y profunda sobre la noche de Iguala en todas sus dimensiones:
desde su contexto regional e histórico hasta su plano trasnacional. Su
foco alumbra directamente sobre los crímenes cometidos antes, durante,
después y mucho después de la jornada sangrienta del 26 al 27 de
septiembre de 2014. El destino de los 43 desaparecidos permanece oculto
por el encubrimiento de las autoridades, pero este libro permite
comprender, entre otras cosas, por qué atacaron a los normalistas,
cuáles son las evidencias del involucramiento del Ejército y de otras
autoridades federales… Aquí se adelanta un capítulo del volumen, que ya
se encuentra en circulación.
“Conozco Guerrero y los retos que implica estar al frente del
Ejército en el estado”, dijo el general Alejandro Saavedra Hernández
cuando tomó posesión del mando de la 35 Zona Militar, de Chilpancingo.
Hablaba por experiencia: había sido jefe de Estado Mayor de la Zona
Militar vecina, la 27 de Acapulco, en 2004, bajo la comandancia del
general José Vicente Arau Cámara, a quien se le atribuye haber mantenido
cercanía con Mario Arturo Acosta Chaparro. Tras cumplir encomiendas en
Zacatecas y Guanajuato, el general Saavedra regresaba en una ruta que en
unos cuantos meses lo llevaría a acumular más poder que ningún otro
hombre en la historia reciente del estado de Guerrero.
Era el 2 de junio de 2014. El 30 de junio acompañó a sus tropas para
proveer seguridad perimetral a las del 102 Batallón en Tlatlaya,
mientras realizaban las maniobras para encubrir la masacre de esa
madrugada. El 26 y 27 de septiembre de ese año recibió información
puntual y constante de lo que ocurría con los estudiantes que fueron a
Iguala. Algunos de los reportes que le envió el coronel Rodríguez Pérez
constan en el expediente. En contraste, la Sedena no ha proporcionado
datos sobre las órdenes giradas por el general Saavedra a su
subordinado. Tampoco se conoce la evaluación que ambos hicieron de los
hechos. Nadie ha cuestionado al general sobre su rol en la designación y
protección de los mandos de la policía corrupta de Cocula, que ahora
están en la cárcel, ni por qué invitó al médico del hospital Cristina a
conversar con él en el cuartel del 27 Batallón, ocultando su ingreso.
El 20 de noviembre de 2014, el mismo día en que la indignación
ciudadana por Ayotzinapa se expresó en una de las mayores
manifestaciones populares que se recuerde, el presidente de la
República, en ejercicio de una facultad exclusiva de su cargo, encabezó
una ceremonia en el Campo Marte –el escenario militar de gala– en la
Ciudad de México, en la que Alejandro Saavedra –con cinco compañeros–
fue ascendido de general de brigada a general de división Diplomado de
Estado Mayor. Un día después, los 43 estudiantes cumplieron ocho semanas
desaparecidos.
Sólo 10 días más tarde, y tras sólo cinco meses en el puesto, el
general Saavedra sería honrado con una importante promoción a comandante
de la IX Región Militar, que comprende las dos zonas militares
estatales, las de Acapulco y Chilpancingo: era el nuevo jefe del
Ejército en Guerrero.
Si su perfil indica algo sobre las prioridades que influyeron en la
designación, no serían las de combatir al crimen organizado sino a las
guerrillas y los movimientos sociales. Cuando se produjo en Chiapas el
levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en 1994,
Saavedra tomó un curso de análisis de inteligencia estratégica en el
Centro de Información y Seguridad Nacional, y después realizó otros en
seguridad nacional y en análisis político.
Su proceso de acumulación de poder no se detuvo ahí. Menos de un año
después, el 27 de octubre de 2015, el gobierno del presidente Peña Nieto
dio el insólito paso de nombrarlo coordinador de la estrategia federal
de seguridad para el estado: esto le dio el control, además del
Ejército, de la Marina y de las fuerzas policiacas federales, estatales y
de los numerosos municipios que accedieron a poner sus corporaciones
bajo la autoridad del coordinador, con el programa llamado Mando Único.
(Por otro lado, el coronel José Rodríguez Pérez tuvo un forcejeo
–casi pelea a puñetazos– con uno de los padres de los 43 normalistas,
durante una protesta en la que los militares, con equipo antimotines,
lanzaron gases lacrimógenos contra los manifestantes, el 16 de julio de
2015. Según la crónica del periodista Alejandro Guerrero, “ningún
soldado secundó a su mando militar para enfrentar a los padres”. Trece
días después, Rodríguez fue reemplazado en la comandancia del 27
Batallón por el coronel Álvaro Javier Juárez Vázquez y trasladado a las
oficinas de Sedena en la Ciudad de México. El presidente Peña Nieto lo
ascendió a general brigadier el 20 de noviembre de ese año.)
El general dice que los delitos bajan… pero suben
Pregunté a diversos observadores si existían antecedentes de alguien
que se hubiera convertido en el hombre fuerte de Guerrero, a ese nivel.
La referencia compartida fue la de Acosta Chaparro, a quien Rubén
Figueroa Figueroa le entregó todas las fuerzas estatales para proseguir
la Guerra Sucia. La diferencia, sin embargo, es grande: de los
municipios, Acosta Chaparro sólo tenía bajo su autoridad directa a la
policía de Acapulco; era comandante de la Dirección Federal de Seguridad
(antecedente de la Agencia de Investigación Criminal) pero no el único
en el estado; aunque estaba estrechamente asociado con el general
Francisco Quirós Hermosillo, éste era el jefe local del Ejército, no
Acosta Chaparro; y su posición dependía de un gobernador bien asentado
en el cargo, el mismo Figueroa.
No es el caso del que está ahora: el gobernador priista Héctor
Astudillo enfrenta una oposición política significativa en el estado y
dentro de su propio partido. No le permitieron opinar sobre seguridad:
el mismo día en que asumió su cargo, tuvo que hacerlo bajo el hecho
consumado del encumbramiento de Saavedra: es un gobernador excluido de
la toma de decisiones en las tareas de seguridad pública, una autoridad
civil marginada por la militar. “No pude decir que no” a la designación
del general, confesó ante la prensa.
En marzo de 2016 tuvo que callar su incomodidad ante la estrategia
definida por los militares para Acapulco, que se enfocó en darle
seguridad a la zona turística e ignoró los barrios de los cerros, donde
se concentran los asesinatos y otras formas de violencia. El día 2 de
ese mes, su fiscal general, Xavier Olea, le dio voz a la molestia de los
civiles en una reunión con empresarios: “¿A poco creen que ver a
marinos y soldados en la (avenida) Costera es muy bonito? Pues ahí
están, aquí no va a pasar nada. ¿Por qué no los subimos arriba? Hay que
subirlos a partirnos la madre arriba, no aquí, aquí no pasa nada: 0.5 de
incidencia delictiva”. En un comunicado el día 3, la oficina de
Saavedra Hernández descalificó a Olea porque “desconoce el operativo”, y
ante la inesperada intervención directa de la Sedena, que explicó que
la estrategia tomaba en cuenta “la fuente de empleo de muchos
guerrerenses”, el gobernador tuvo que contradecir a su fiscal, esa misma
tarde, y expresar su reconocimiento público a la labor del Ejército.
Igualmente, la primacía de Saavedra Hernández en el Operativo de
Seguridad Tierra Caliente (el mismo que no tomó el control en Huitzuco y
permitió que continuara actuando su policía, bajo dominio de Guerreros
Unidos) se ratificó en enero de 2016, cuando ordenó el reemplazo de su
comandante, el general Enrique Dena Salgado, por el general José
Francisco Terán Valle, en una ceremonia realizada en el cuartel del 27
Batallón.
En marzo de 2016 el general en jefe y coordinador de todo se
manifestó satisfecho, al declarar que “los operativos siguen dando
buenos resultados” y que “los índices estatales (de delitos), todos los
índices van a la baja”. Eso no es lo que señalan las estadísticas que
provee el Sistema Nacional de Seguridad Pública, según se pudo constatar
en una revisión hecha en mayo, utilizando como referencia las cifras de
homicidios del primer cuatrimestre de cada uno de los últimos tres
años: 555 en 2014, 627 en 2015, 692 en 2016.
La reacción del general Saavedra ha sido incrementar el peso de las
Fuerzas Armadas: en Guerrero, la entidad más militarizada de la
República desde los setenta, su poder crece cada día. Envían a soldados y
marinos a resguardar las playas, el jefe de la policía acapulqueña es
ahora un capitán de navío, y en esa ciudad, Chilpancingo e Iguala, los
empleados de los C-4 fueron despedidos sin aviso previo para ser
reemplazados por militares.
Era su instalación oficial en lo que ya habían ocupado en los hechos,
como se sabe, al menos, por el antecedente del C-4 de Iguala, que
estaba en manos de personal del 27 Batallón en esa jornada trágica de
septiembre de 2014. En casos como éste, el Ejército no está tomando más
poder: sólo está formalizando su dominio. Bajo la sombra del general de
la noche de Iguala.
El Ejército infiltrado
Todos los policías con un rol clave en estos crímenes pasaron por el Ejército.
Salvador Bravo Bárcenas, detenido, entonces director de Seguridad
Pública de Cocula al servicio de Guerreros Unidos, ingresó al Ejército
como soldado en mayo de 1988 y se retiró en enero de 2010, con el grado
de sargento segundo. Sirvió en el 27 Batallón.
César Nava González, detenido, entonces subdirector de Seguridad
Pública de Cocula, al servicio de Guerreros Unidos, es el encapuchado
que, entre el primer y el segundo ataques en el escenario de Álvarez y
Periférico Norte, intentó convencer a los estudiantes de que se
entregaran, los amenazó con que regresarían por ellos si no se marchaban
(lo que sí ocurrió) y después se habría llevado a normalistas de la
comandancia de Iguala. Él se incorporó al Ejército en enero de 1996 y
desertó en octubre de 1999. El hecho de que, al menos según los
documentos, se haya separado del Ejército de forma irregular, no lo
convirtió en un perseguido y a juzgar por los hechos, tampoco en una
persona non grata para la fuerza armada.
Los casos de Bravo Bárcenas y de Nava González son ejemplo de la
intervención militar en los municipios. En su declaración ministerial,
el miembro del PRI y alcalde de Cocula electo para el periodo 2012-2015,
César Miguel Peñaloza, aseguró que los dos directores de Seguridad
Pública que hubo en su periodo eran exmiembros del Ejército designados
por quien antecedió al general Saavedra como comandante de la 35 Zona
Militar: el general Juan Manuel Rico Gámez le impuso al teniente Tomás
Bibiano Gallegos, quien fue asesinado por sicarios en noviembre de 2012;
y después al sargento Bravo Bárcenas. Ambos, dijo el edil, “actuaban de
manera unilateral, sin que me rindieran cuentas de sus acciones o de
sus operativos”.
A su vez, Bravo Bárcenas afirmó, como está asentado en la
averiguación previa, que César Nava le arrebató –mediante amenazas de
muerte– el control de la policía de Cocula, y que cuando denunció el
hecho ante el comandante del 27 Batallón –cuyo nombre no se menciona–,
un grupo de militares fue a Cocula, se llevaron a Nava y a los suyos,
“pensé que por fin ya lo mantendrían detenido”, pero “al poco rato los
militares llegaron con César Nava y sin decirme palabra alguna. Luego ya
no pasó nada”. Raúl Núñez Salgado, presunto operador financiero de
Guerreros Unidos, declaró que le entregaba 350 mil pesos mensuales a
Nava para que les pagara a los agentes de Cocula.
Felipe Flores Velázquez no pertenece al grupo de 14 polícias
detenidos que son exmilitares. Él sigue prófugo. Era director de
Seguridad Pública de Iguala. Fue soldado del 27 Batallón desde 1981,
ascendió a cabo en 1988 y desertó en 1989. Eso no le impidió mantener
buenas relaciones con el coronel José Rodríguez Pérez, como parte del
cabildo de José Luis Abarca. Le tenía tanta confianza, según parece, que
el comandante del 27 Batallón se dejó engañar por él en la noche de
Iguala.