La Jornada - Editorial
El primer debate entre
los candidatos presidenciales estadunidenses, Hillary Clinton
(demócrata) y Donald Trump (republicano), realizado la noche del domingo
en la Universidad Hofstra, en las afueras de Nueva York, tuvo mucho de
espectáculo televisivo, ataques personales y gestos para la cámara, y
poco de sustancia en lo que se refiere a confrontación de programas de
gobierno; justamente, lo que cabe esperar de esa clase de encuentros en
entornos electorales dominados por la obsesión mediática.
Más allá de las descalificaciones y los dimes y diretes que intercambiaron ambos aspirantes, Clinton presentó un discurso más articulado en lo que respecta a propuestas y políticas públicas –resultado de sus tablas como senadora y secretaria de Estado–, en tanto Trump repitió sus fórmulas primarias habituales, hizo una nueva exhibición de cinismo y egocentrismo y es claro que, fuera de algunas ocurrencias escalofriantes, no logró comunicar una idea de lo que haría si resulta electo presidente en los comicios de noviembre próximo. Sin embargo, los planteamientos de la demócrata no lograron ser convincentes y mucho menos demoledores, porque están lastrados por su pertenencia a una élite política y corporativa ajena a las necesidades populares y por su desempeño militarista e intervencionista en el Departamento de Estado.
En lo que concierne a nuestro país, resulta alarmante el dato de que
Trump lo incluyó en repetidas ocasiones entre las naciones a las que
considera amenazantes o enemigas, nada menos que al lado de China, Irán y
Corea del Norte. Ante varios problemas que le fueron presentados por el
moderador, el magnate optó por responsabilizar de ellos a México y a
los mexicanos, como en el tema del empleo, el comercio y la violencia
delictiva.
Significativamente, Clinton no se tomó el trabajo de refutar
ni una sola de esas imputaciones calumniosas, demagógicas y racistas,
incluso a pesar de que con ellas su adversario le ofreció otras tantas
oportunidades de presentarlo como ignorante, falsario y chovinista. En
contraste con su vehemente defensa de los aliados militares de
Washington –los integrantes de la OTAN y Arabia Saudita–, a los que el
republicano acusaba de no cooperar económicamente en los gastos de
defensa, la demócrata no usó ni un segundo de su tiempo para reivindicar
a México, pese a que éste es uno de los principales socios comerciales
de Estados Unidos.
En resumidas cuentas, nuestro país y los mexicanos en territorio
estadunidense son, desde la perspectiva de Trump –o más bien, desde las
primitivas y brutales concepciones con las que ha venido agitando a sus
electores–, culpables de los males económicos, comerciales y de
seguridad, en tanto que en el discurso de Clinton simplemente no
existieron. Y el dato es alarmante porque uno de los dos ocupará la Casa
Blanca en unos pocos meses y se encontrará con una política exterior
mexicana en situación de debilidad, confusión y extravío. Cabe esperar
que el país –las instituciones políticas y la sociedad– cobren
conciencia del peligro que esta circunstancia representa.