TIXTLA, Gro. (Proceso).- Bernardo Campos Santos, un
campesino y albañil de 62 años, no ha tenido reposo desde que su hijo
José Ángel desapareció con otros 42 normalistas de Ayotzinapa durante
los sucesos violentos del 26 y el 27 de septiembre de 2014 en el
municipio de Iguala.
Abandonó las labores del campo y la construcción,
interrumpió su viejo sueño de terminar de reconstruir su casa en el
barrio de El Fortín –donde vive desde hace 54 años–, desatendió su
diabetes y su úlcera gástrica, y endosó a su esposa Romana Cantor
Abraján la manutención del hogar. Decidió dedicarse a la búsqueda de su
hijo de 33 años, el mayor de los estudiantes que la policía municipal
detuvo para entregarlos al crimen organizado.
Ahora está delgado, correoso. Los constantes viajes, las
marchas, los plantones, las asambleas y reuniones con autoridades de
todos los niveles ya minaron su salud, pero Campos Santos no se rinde:
“Vamos a seguir en busca de nuestros hijos hasta saber la
verdad. Sabemos que la policía y los militares los agarraron, ellos
saben a quién los entregaron… Tenemos la esperanza de que siguen con
vida… Ando en esta lucha por mi hijo; a pesar de la diabetes y mi úlcera
cancerosa, sigo adelante”.
Desencuentro con Peña Nieto
El 24 de septiembre de 2015, los padres de los desaparecidos
se reunieron por segunda vez con el presidente Enrique Peña Nieto en el
Museo Tecnológico de la Comisión Federal de Electricidad (Mutec).
Harto del desdén gubernamental, don Bernardo encaró al mandatario:
“Le grité, le dije en su cara que dónde estaba el corazón y
el cariño por nuestros hijos del que nos había hablado allá en Los
Pinos. Le recalqué que no era cierto, que hablaba de dentro para fuera.
El cariño que tenemos por nuestros hijos es lo que nos mantiene en su
búsqueda, en la lucha.”
Esa vez también le pidió que se extendiera el mandato del
Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, cuya permanencia
estaba en duda: “Le pedí que la búsqueda siguiera y que le diera permiso
a los especialistas de seguir buscándolos; les teníamos más confianza
porque nos habían sacado de varias mentiras”.
Sin embargo, agrega Campos Santos, Peña Nieto se molestó.
“Me pidió mi nombre. Le dije: me llamo Bernardo Campos, soy
padre de José Ángel Campos Cantor, vengo de Tixtla de Guerrero y vivo en
el barrio de El Fortín. Si algo se le ofrece, ahí estamos, porque yo ya
no tengo miedo, no tenemos miedo: lo perdimos desde que a nuestros
hijos los desaparecieron y no hemos tenido el apoyo de ustedes; es más
coraje el que tenemos.”
Cuando vio que los reclamos de los padres podían
desbordarse, Peña Nieto intentó apaciguarlos al informarles que habían
sido capturados unos policías presuntamente implicados en la
desaparición de los normalistas, entre otros supuestos avances de la
indagatoria.
“Peña hablaba de que todo estaba en orden en Iguala, de que
estaban cayendo policías y se iba a agotar la investigación, pero no le
creímos nada porque desde un principio nos hicieron a un lado”, relata
don Bernardo.
Lo que terminó por descomponer al presidente, recuerda el
entrevistado, fue que los padres de los normalistas le exigieron el
cabal cumplimiento del acuerdo suscrito a regañadientes por el gobierno
federal el 29 de octubre de 2014 en Los Pinos, durante su primer
encuentro.
En esa ocasión el presidente y los titulares de las
secretarías de Gobernación y de Educación Pública, así como de la
Procuraduría General de la República, se comprometieron a intensificar y
rediseñar el plan de búsqueda, poner cerrojo a la información surgida
de las indagatorias, garantizar la atención médica a los lesionados del
caso Iguala y redignificar las Escuelas Normales Rurales del país, entre
otros puntos.
Narra: “Al final le preguntamos que dónde estaban los puntos
que habíamos firmado, pero él se molestó y ya no nos quisieron firmar
ningún documento ni Peña ni Osorio Chong ni Arely Gómez. Salimos muy
enojados”.
Vidas truncadas
En julio de 2014, dos meses antes de su desaparición, José
Ángel Campos llegó emocionado a la casa de sus padres para darles la
noticia de que había sido admitido en la Normal de Ayotzinapa. Tenía
otro motivo para estar feliz: estaba por nacer su segunda hija, Gabi.
“Me dijo que no sabía cómo le iba a hacer, que ya se había
quedado en la Normal. Me dio gusto saber que a sus 33 años y casado
quisiera ser algo en la vida, y que le pidiera a Dios que me siguiera
dando trabajo, que me cuidara de mis enfermedades. (Le dije) que no se
preocupara y le echara ganas, que yo lo iba a apoyar.”
Sin embargo, la noche del 26 de septiembre de 2014 una
camioneta con normalistas recorrió las principales calles de Tixtla y,
con un altavoz, llamó a los pobladores que tuvieran hijos estudiantes a
concentrarse en la Normal.
Don Bernardo fue, igual que otros padres. En el plantel unos
jóvenes les informaron lo que se sabía entonces: “Nos dijeron que había
ocurrido una balacera (en Iguala), que tuvieron problemas, pero que no
sabían a cuántos chamacos habían agarrado ni dónde estaban”.
Horas después, la información comenzó a fluir lentamente.
“Nos avisaron que en el curso de la noche llegarían autobuses con
estudiantes que habían estado presentes en la balacera de Iguala, que
tres estudiantes se encontraban muertos y que había muchos heridos,
entre ellos futbolistas del equipo de Los Avispones”.
Llegaron los autobuses procedentes de Iguala, pero José Ángel no venía en ninguno:
“Cuando vimos que no bajaron nuestros hijos sentimos feo,
pero más cuando supimos que había muertos. Nos andaban preguntando qué
cicatrices tenían nuestros hijos, pero mi hijo no tiene cicatrices, sólo
una verruguita roja.”
Al día siguiente él y otros padres de familia comenzaron a
buscar a sus hijos. Tocaron puertas en las colonias igualtecas Rancho
del Cura y Santa Teresa. Lo mismo hicieron en poblaciones al borde de la
carretera Iguala-Chilpancingo, en los municipios de Atenango del Río,
Tepecuacuilco y Eduardo Neri y Huitzuco.
La vida de la familia Campos Santos ha sido otra desde
entonces. Don Bernardo recuerda que José Ángel le había ayudado en las
labores del campo y de la construcción, pero le gustaban la danza
folclórica y el futbol. Ahora le duele su nieta:
“Mi hijita Gabi va conociendo a su papá por la pura foto.
Con ella la estoy haciendo de abuelo y padre. Cuando voy a México me
pregunta: ‘¿Abuelito, a dónde va?’ (Y le respondo:) ‘Vamos a México para
que nos den a tu papá y a los muchachos’.”
La búsqueda de justicia lo obliga a alejarse del hogar con
frecuencia, por lo que su esposa Romana Cantor tiene que vender esquites
y elotes para sostener la casa, aunque ella también está enferma.
“Le dolía un ojo y luego se le pasó al otro. La operaron dos
veces. Por la primera operación pagué 16 mil pesos y 11 mil por la
segunda; tuve que vender mi camioneta. Pero no ha quedado bien, todavía
tiene molestias: ve empañado”, explica.
En el primer aniversario de la desaparición de los
normalistas, la madre de José Ángel compró una imagen de Cristo en
Chalma, Estado de México, y convirtió un rincón de su casa en una
capilla, donde reza todos los días por el regreso de su hijo.
En las oficinas públicas los padres de los desaparecidos no
han encontrado ninguna respuesta que alivie su dolor o les dé esperanza
de hacer justicia.
“Del gobierno no espero nada –reitera don Bernardo–, no ha
investigado la desaparición de los muchachos, no nos ha dado
información que nos dé un poco de tranquilidad. Nos está llevando a base
de puras mentiras, de engaños, no le creemos nada. Ya son dos años, es
mucho tiempo. Será una rareza, una suerte, una casualidad, que nos den
una respuesta verídica, pero está duro pensar en eso.
“No creo que las cosas cambien aunque quiten a los
funcionarios. Ellos se van a ir, pero nosotros vamos a seguir en busca
de nuestros hijos hasta saber la verdad. Tenemos la esperanza de que
están vivos, y tenemos la esperanza en Dios.”
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso