17 febrero 2014 | Álvaro Delgado | Proceso
MÉXICO, D.F. (apro).- El episodio retrata a Enrique Peña Nieto: Mientras en Veracruz se confirma el asesinato del periodista Gregorio Jiménez de la Cruz, el martes 11, en la residencia oficial de Los Pinos, él acaricia la copa FIFA y, “como jefe del Estado mexicano”, expresa su deseo de que la selección de futbol regrese de Brasil con ese trofeo.
Podría no haber sido en esa ceremonia, en la que destacó un anuncio de Coca-Cola como fondo, pero la indignación o la condena del “jefe del Estado mexicano” al asesinato del décimo periodista en Veracruz en tres años y dos meses –lo que lleva el priista Javier Duarte como gobernador– tampoco se produjo ese día ni al siguiente, ni hasta las 22 horas de este lunes 17 de febrero.
La única voz del gobierno fue la del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien el miércoles 12 emitió solamente dos mensajes por Twiter para lamentar “la muerte” –no asesinato– de Goyo y para decir que “estos actos son reprobables”, sin mencionar tampoco el secuestro que sufrió la víctima.
Si bien la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) intervino para iniciar una investigación, la fiscalía para los delitos contra la libertad de expresión de la Procuraduría General de la República (PGR) siguió paralizada, lo mismo el mecanismo de protección a periodistas, adscrito a la Secretaría de Gobernación.
El Congreso también fue omiso ante el asesinato de Jiménez de la Cruz, el periodista número 88 desde el año 2000 y el séptimo desde que Peña asumió la presidencia hace 14 meses. Hasta el presidente de la Cámara de Diputados, el panista Ricardo Anaya, evitó que se guardara un minuto de silencio por la violencia en Veracruz, como quería el PRI.
Es obvio: Ante el secuestro del periodista Jiménez de la Cruz, la mañana del miércoles 5, todas las instituciones del Estado mexicano, que formalmente encabeza Peña Nieto, actuaron con negligencia, que se convirtió en criminal al consumarse el asesinato.
Esta indolencia institucional revela el profundo desprecio de los políticos a los periodistas, incluyendo a los aduladores y alcahuetes, y también el desdén de los propietarios y directivos de los medios de comunicación, en su mayoría en connivencia con el poder público.
Si en un Estado democrático de derecho las autoridades de todos los niveles están sometidas a la ley y garantizan la vigencia de los derechos individuales, colectivos, culturales y políticos de la población, ¿realmente los mexicanos vivimos en un Estado así?
O, al contrario, ¿estamos ya en un Estado criminal, aquel que hace de la impunidad regla, que tolera y auspicia la corrupción, que se somete a los poderes informales –como los mediáticos–, que se deja arrebatar territorios por las organizaciones delincuenciales y que simula ante el exterminio de ciudadanos, entre ellos de periodistas? Hay muchas señales en esa dirección.
Un Estado que claudica en la protección patrimonial, física y sicológica de los ciudadanos todos es un Estado criminal.
Un Estado que fabrica pobres, pese a la manipulación de cifras, es un Estado criminal.
Un Estado que diseña leyes e instituciones para la impunidad es un Estado criminal.
Un Estado que copta y reprime medios y periodistas con multimillonarios presupuestos de publicidad gubernamental es un Estado criminal.
Un Estado que usa el combate al crimen como coartada de legitimación es un Estado criminal.
Un Estado que institucionaliza la corrupción es un Estado criminal.
En fin, un Estado que mantiene intocados los fabulosos capitales del crimen es un Estado criminal.
En este contexto se produjeron en México –más allá del autor o autores materiales– los asesinatos de diez periodistas en tres años de gobierno de Duarte, los 89 desde el año 2000 y los nueve cada año en el sexenio de Felipe Calderón y los ocho en el primer año de Peña, incluyendo el de Goyo y el de Omar Reyes Fabián, el domingo 16 en Miahuatlán, Oaxaca.
Así, vigente el ciclo de impunidad, la única certeza es que el acoso, la represión y los asesinatos contra periodistas continuarán en México.
Precisamente por eso es que, al mismo tiempo que se debe exigir alto a los crímenes contra los periodistas, es preciso reafirmar los principios del periodismo independiente, cuyo deber es el interés público y la condición suprema es la independencia frente al poder, político, económico, religioso y criminal…
Fuente: Proceso
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