El haber involucrado a la electricidad en la reforma energética
representó un gran riesgo que el gobierno debió evaluar. Vio la oportunidad de
lograr la mayoría calificada en el Congreso y la aprovechó. E improvisó. En
realidad nadie sabía qué debía aprobarse. Acaso por eso el desaseo con el que se
hicieron los cambios al 25, 27 y 28 constitucionales. Nunca olvidemos –para un
juicio adecuado– que entre las 10 de la noche del lunes 9 de diciembre y las 3
de la mañana del martes 10, se modificó el dictamen de las comisiones de puntos
constitucionales, asuntos legislativos y energía. Y fueron aprobadas.
Así, de ser una de las naciones más cerradas al capital privado, nos
convertimos –abruptamente– en una de las más abiertas, en petróleo y en
electricidad. ¿Por qué? Porque además de todo lo que ya podían hacer los
privados, ahora, en las áreas reservadas al Estado, se pueden celebrar contratos
con los particulares en los términos que establezcan las leyes. Eso dice el
párrafo sexto del nuevo 27 constitucional, de las reformas aprobadas el 10 de
diciembre en el Senado. Y publicadas el 20 de diciembre, luego de la aprobación
de la Cámara de Diputados y de las legislaturas estatales. ¡Difícilmente, en el
mundo, se puede lograr algo así! ¿O sí? ¿Pero por qué hablar de improvisación?
En lo eléctrico, al menos por una simple razón.
A diferencia del anterior intento de desterrar el concepto de servicio público de electricidad y sustituirlo por el de mercancía con
cobertura universal(derecho a un servicio universal dicen hoy la Iniciativa Energía Sostenible para Todos de las Naciones Unidas y la Directiva 2009/72/CE del Parlamento Europeo sobre normas comunes para el mercado interior de la electricidad) e introducir la competencia –famoso Libro Blanco de 1999–, el gobierno actual no se preparó bien. De otra manera no se explica el retraso en la presentación de la ley secundaria. Más aún si consideramos que, en electricidad, el sector privado ya tiene una injerencia importante.
Hoy operan casi 500 unidades generadoras privadas. Atienden parte del servicio público de electricidad, con contrato de largo plazo de adquisición de su producción. Sí. Los famosos Productores Independientes de la fracción II del artículo tercero de la todavía vigente Ley del Servicio Público de Electricidad, representan una capacidad de 12 mil megavatios (MW), de un total del servicio público cercano a 54 mil MW, poco más del 20 por ciento de ese total. Y con ella aportan un tercio del fluido eléctrico distribuido por el servicio público que, a su vez, representa 87 por ciento del consumo final de electricidad. El 13 restante proviene de formas complementarias al servicio público: 1) sociedades de autoabastecimiento remoto, que utilizan la red eléctrica pública para enviar su producción a sus
socios; 2) autoabastecimiento local, tradicionalmente identificado como usos propios continuos y servicios de respaldo o de emergencia; 3) pequeña producción, que entrega su fluido a la red para ser distribuida como parte del servicio público.
Los nuevos artículos constitucionales y los innumerables transitorios apenas dan una somera idea de la nueva
arquitectura eléctrica institucional. Tan somera, por cierto, que ni el mismísimo presidente de la Comisión de Energía del Senado la entendió bien, según lo muestra en una presentación gráfica reciente. Pero en su descargo hay que reconocer que no es fácil imaginar la nueva arquitectura institucional que se desprende de los textos constitucionales. Y, más todavía, de los 21 –sí, veinte y uno– transitorios, justo por la complejidad del
asunto eléctrico.
Por eso el análisis de experiencias de diseño e implantación de mercados eléctricos en otros países es fundamental. En Chile, por ejemplo, primer país en América Latina en introducir la competencia en electricidad, se vive una crisis de combustibles y de elevación de precios del suministro desde finales de 2006. Y en España –para insistir una vez más en el análisis de esta experiencia de 16 años con cambios continuos y un terrible déficit financiero acumulado– no se acaba el asunto de la competencia. Incluso en la pionera del Reino Unido se abrió un proceso de restructuración y reorganización de largo aliento, orientado a garantizar tanto su seguridad energética como su
descarbonización.
Es obligado el análisis de éstas y otras experiencias. Y eso sin hablar del caso de Estados Unidos en el que hay 27 estados que no han aceptado la reorganización eléctrica, 16 que la han suspendido y sólo siete en los que se encuentra vigente en sus dos aspectos, desregulación y selección de suministrador. Todo para decir algo trivial: se requiere mucha astucia y mucha prudencia para diseñar e implantar la nueva organización eléctrica en México. Y en el nuevo marco constitucional. Y –acaso también– tiempo. Mucho tiempo. Les juro que, en este caso, los atajos son engañosos.
Además, no debe sorprendernos el nivel de generalidad que pudiera aparecer en las leyes secundarias que –sin duda– exigirá reglamentos más precisos y concretos. Nadie –créanme– ha pensado bien lo de México. Nadie. No ha habido tiempo. Lo de España es aleccionador en este sentido.
Por cierto, a quienes me han preguntado por qué aseguro que hay compañías extranjeras que ya levantan sus estandartes de triunfo frente a la reforma energética en el sector eléctrico, sólo les sugiero leer una nota de hace cinco días en El País, en el que se asegura que Iberdrola de España se consolida como la primera compañía privada del sector eléctrico de México, al disponer de
alrededor de 770 empleados en México, donde obtuvo en 2012 unos ingresos de mil 174.1 millones de euros, un beneficio bruto de explotación (Ebitda) de 380.1 millones y un beneficio neto de 185. Con eso –dicen– México le aporta a este grupo español el 8 por ciento de los beneficios de la empresa. ¿Cómo se explica esto si en el dictamen del Senado se afirma que la empresa estatal eléctrica mexicana pierde mucho dinero? ¿Cómo?
Fuente: La Jornada