Luis Hernández Navarro - Opinión - La Jornada
En las élites mexicanas
soplan aires similares a los que corrían hace 20 años. Al igual que hoy
le sucede a Enrique Peña Nieto, Carlos Salinas de Gortari se sentía
entonces invencible. Su proyecto para reformar México de manera
autoritaria y vertical avanzaba sin mayores obstáculos, y se publicitaba
como la superación de mitos y atavismos históricos. Había puesto ya los
cimientos de un poder transexenal. Sus índices de aprobación en la
opinión pública se encontraban por las nubes.
Las reformas al artículo 27 constitucional, que privatizaron el ejido y abrieron el paso a la concentración de la tierra en el campo, se aprobaron sin mayores contratiempos. Lo mismo sucedió con la modificación del artículo 130, que concedió derechos políticos al clero. Al firmar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) se anunció una era de abundancia, progreso y bienestar.
El salinismo se creía eterno. No había más reformas que la suyas. No tenía frente a sí una oposición capaz de resistir su embate. El Partido de la Revolución Democrática (PRD) perdió abrumadoramente las elecciones intermedias de 1991, y más de 300 de sus militantes fueron asesinados. En los vertederos políticos se discutían asuntos como el de cambiar el nombre del país, argumentando que los organismos financieros internacionales lo identifican como México, y el TLCAN fue firmado con este nombre.
El surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en enero de 1994 trastocó drásticamente ese panorama. Descarriló el proyecto trasexenal del salinismo, dinamitó el presidencialismo autoritario, puso en el centro de la agenda pública la cuestión indígena, desenmascaró como una farsa el proyecto gubernamental de combate a la pobreza, abrió espacios para que una amplia variedad de fuerzas políticas y ciudadanas bloqueadas políticamente se expandieran, obligó la ciudadanización del Instituto Federal Electoral (IFE), sentó las bases para la reforma política de 1996, acabó con el reinado de los dos bloques político-culturales hegemónicos y oxigenó el debate público sobre el destino del país.
El alzamiento zapatista ganó, en muy poco tiempo, una enorme legitimidad social, que le fue reconocida política y jurídicamente, primero en los Diálogos de la Catedral, y después en la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz digna en Chiapas. Esa adhesión a su causa no fue ajena a los devastadores efectos de las reformas
modernizadorasdel salinismo entre amplios sectores de la población. Muchos damnificados vieron a los insurgentes como sus vengadores. Los rebeldes justificaron el levantamiento armado, en parte, en la contrarreforma al 27 constitucional y la firma del TLCAN.
El surgimiento del zapatismo no frenó el ciclo de reformas neoliberales, pero sus promotores se vieron obligados a retardarlas. Aunque hizo evidente una crisis de representación política en la que la sociedad no cabe en el régimen, y fue un factor real para empujar la alternancia política, no tuvo la fuerza suficiente para limitar la partidocracia. Tampoco pudo ocupar un lugar permanente en la mesa política nacional.
Esto fue palpable en al menos tres ocasiones distintas.
Primero, en 1996, con el incumplimiento gubernamental de los acuerdos de
San Andrés y la firma de los acuerdos de Barcelona, mediante los cuales
se pactó una nueva reforma política que propició un reparto real del
poder entre los tres principales partidos. Esta negociación reforzó el
monopolio partidario de la representación política, dejó fuera de los
espacios institucionales a muchas fuerzas políticas y sociales no
identificadas con estos partidos, y conservó prácticamente intacto el
poder de los líderes de las organizaciones corporativas de masas.
Segundo, en 2001, en lo que es el antecedente del actual Pacto por
México, PRI, PAN y PRD votaron unificados en el Senado una caricatura de
reforma indígena que convirtió en letra muerta los Acuerdos de San
Andrés, cerrando la posibilidad de que el EZLN y sus aliados se
insertaran en la vida política nacional de otra manera.
Y, tercero, a mediados de 2005 y a lo largo de 2006 el zapatismo impulsó, a través de la otra campaña, una
iniciativa política no partidaria, no electoral, que puso en el centro
la participación popular para promover, desde abajo y a la izquierda, un
proceso de cambios políticos de corte anticapitalista. El proyecto fue
bloqueado por la represión gubernamental a los habitantes de San
Salvador Atenco y la incomprensión de la izquierda institucional.
A pesar de estos bloqueos, el EZLN sigue siendo una vigorosa fuerza
transformadora y una indiscutible referencia para un amplio archipiélago
de organizaciones sociales del país. Sin pedir permiso, los alzados se
gobiernan a sí mismos, ejercen justicia, se encargan de la salud y la
educación de su población, y ejercen el derecho a la autodefensa. Hace
apenas un año, el 21 de diciembre de 2012, mostraron su músculo al
movilizar, en silencio, 40 mil bases de apoyo, de manera ordenada y
disciplinada. En agosto, 2 mil simpatizantes provenientes de casi todas
las entidades de la República asistieron a la escuela zapatista, una
formidable experiencia pedagógica. Al terminar el evento, centenares de
representantes de los pueblos indios de todo el territorio nacional
efectuaron, junto con la comandancia rebelde, la cátedra Juan Chávez, un
momento central en la reconstrucción del Congreso Nacional Indígena.
A 20 años de su irrupción pública, el zapatismo sigue siendo una
novedad política dotada de un enorme vigor. Lo que es profundamente
original en esta fuerza, escribió el ensayista Tomás Segovia, es que, no
obstante ser una rebelión armada, sigue teniendo fielmente los rasgos
de una protesta social y no los de una revolución política. Esa protesta
ha puesto en entredicho la legitimidad del poder. Ha evitado
convertirse en partido político y quedar atrapado entre las redes de la
política institucional.
La rebelión zapatista se reivindica a sí misma desde la soberanía
popular, y no reconoce intermediarios para su ejercicio. Es expresión
genuina de una sociedad que reflexiona sobre sí misma y sobre su
destino, que se da sus propias normas y, al hacerlo, se autoinstituye.