Opinión-La Jornada
Durante el acto de promulgación de la reforma energética aprobada por el Congreso de la Unión y la mayoría de las legislaturas estatales, el presidente Enrique Peña Nieto insistió en que dicha modificación constitucional, en conjunto con su legislación secundaria, será la palanca de crecimiento económico y desarrollo para el país; reducirá los costos actuales de la energía en el territorio nacional y generará, en suma, mejores condiciones de vida para todos los mexicanos”.
Debe recordarse que la publicidad dada a esos supuestos beneficios ha constituido el núcleo central de la argumentación de los defensores de la reforma, luego del fracaso en el intento de adulterar el espíritu de la expropiación cardenista y ante las evidencias de un rechazo mayoritario de la opinión pública a la perspectiva de una apertura indiscriminada de la industria energética nacional a los grandes capitales privados.
Tales beneficios, sin embargo, lucen cuando menos cuestionables a la luz de las previsiones realizadas por especialistas y por la propias autoridades. Un primer dato a considerar es la imprecisión en torno al plazo en que serán visibles los primeros beneficios económicos derivados de esta reforma, los cuales, de acuerdo con distintas fuentes, podrían concretarse a partir de 2015 o bien en un periodo de entre cinco y 10 años. Por lo demás, las perspectivas de bonanza económica derivada de la mencionada modificación legal chocan con los pronósticos de crecimiento formulados por la calificadora Standard and Poor’s, la cual anticipa que la economía nacional crecerá 3 por ciento en 2014 y 2.5 por ciento en 2015, es decir, un desempeño menor al promedio observado en los últimos 20 años. Significativamente, el Programa Nacional de Financiamiento del Desarrollo 2013-2018, publicado el 16 de diciembre en el Diario Oficial de la Federación, prevé que el impacto de la reforma energética en la tasa de crecimiento de la economía mexicana será de apenas 0.3 por ciento del producto interno bruto en 2015 y de un punto porcentual para 2018.
Es previsible que dicha continuidad en el estancamiento económico se verá reflejada en una persistencia de la falta de empleos y de los rezagos sociales que afectan al país, con el agravante de que el Estado contará en lo sucesivo con menos recursos para hacer frente a tales desafíos.
Por lo que hace a la supuesta baja en los precios de la electricidad, las gasolinas, el gas y otros combustibles, dicho efecto parece irrealizable en un escenario donde se prevé eliminar los subsidios gubernamentales a los energéticos, lo que previsiblemente presionará al alza los precios respectivos y los someterá a las fluctuaciones del mercado internacional.
En suma, los pretendidos efectos benéficos de la reforma lucen desde ahora bastante raquíticos en comparación con los múltiples costos que tendrá: pérdida de renta petrolera por parte del Estado; retroceso en materia de soberanía y afectaciones diversas a la calidad de vida de la población. Ante tales consideraciones, cabe preguntarse si la formulación de esos pronósticos del gobierno federal y de los promotores de la reforma obedece a un desbordado e injustificado optimismo o bien a una voluntad de engañar a la sociedad.