Editorial-La Jornada
El ingreso de los grupos de autodefensa a Apatzingán, ciudad considerada la plaza fuerte del cártel de Los caballeros templarios, ha sido visto por algunos como un paso hacia el restablecimiento del estado de derecho en Michoacán. Pero es lo contrario: la confirmación de que la legalidad se encuentra suspendida en esa entidad.
Es claro que, colocados en absoluta desprotección ante la delincuencia, causada a su vez por la pasividad y la corrupción de las corporaciones de la fuerza pública y de las instancias de procuración e impartición de justicia, muchos pobladores de La Ruana, Tepalcatepec, Buenavista-Tomatlán y otras localidades de Tierra Caliente no tuvieron otra forma de preservar sus vidas, su integridad y su patrimonio que organizarse en grupos de civiles armados. Pero resulta indiscutible, también, que la omisión original del Estado en su deber de garantizar la seguridad pública dio lugar a una nueva anomalía legal ante la cual las autoridades de los tres niveles de gobierno no parecen tener más estrategia que el reconocimiento de hecho de los grupos de autodefensa, lo cual representa, quiérase o no, otra abdicación y una enésima vulneración del marco jurídico vigente.
Piénsese, en efecto, lo que representa para el estado de derecho que el gobierno permita la deliberación de grupos armados; la posesión de civiles de grandes cantidades de armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas; la participación de particulares en tareas policiales fuera de todo marco institucional, y el papel desempeñado por los elementos de la Policía Federal como virtuales guardaespaldas de las autodefensas que allanaron domicilios, en el contexto de la cacería de templarios declarada en Apatzingán.
Más alarmante resulta la proyección de tales circunstancias en la perspectiva de gobernabilidad de Michoacán y del país en general: con ese precedente parece inevitable el surgimiento de organizaciones similares a las autodefensas de Tierra Caliente en otras regiones del país igualmente controladas por la delincuencia organizada y, por ende, el colapso generalizado del principio del monopolio de la fuerza legítima en manos del Estado.
Paradójicamente, la situación en Michoacán hace realidad la perversa propuesta enarbolada por el gobierno federal durante el sexenio anterior –a contrapelo del sentido común y de lo señalado en la Constitución– de que la sociedad debía hacerse corresponsable de la seguridad pública, como si no fuera ésa una de las atribuciones básicas e irrenunciables de todo poder establecido.
El reciente acuerdo de Tepalcatepec entre las autodefensas y el gobierno federal, la protección del segundo a las primeras en su avance a Apatzingán, y la confirmación de que el comisionado federal Alfredo Castillo sostuvo un encuentro con un integrante del cártel de los Valencia, entre otros muchos datos del rompecabezas michoacano, parecen hablar de un propósito gubernamental de contención de las fuerzas que operan en la entidad. Todo empeño por instaurar la paz pública resulta, en principio, loable, pero si es emprendido al margen de la legalidad es muy probable que termine siendo contraproducente y acentúe la erosión de una autoridad de suyo desvanecida en esa y en otras regiones.
Fuente: La Jornada
Fuente: La Jornada