CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La desaparición de los 43
normalistas de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014 provocó de
inmediato la huida del alcalde de Iguala, José Luis Abarca; casi un mes
después, la renuncia del gobernador de Guerrero, Ángel Heladio Aguirre
Rivero, y en los hechos el inicio del fin del sexenio de Enrique Peña
Nieto.
El 1 de septiembre el presidente festejaba en su Tercer Informe de Gobierno la conclusión de las llamadas reformas estructurales, y enfático anunciaba un promisorio futuro para los mexicanos: “A la mitad del camino de esta administración, hoy México cuenta con un horizonte de desarrollo más prometedor. El país se ha atrevido a cambiar para bien y a poner en marcha los cambios estructurales que requería desde hace décadas. Trabajando en equipo, seguiremos avanzando para que las familias gocen de mayor calidad de vida y todos los mexicanos tengan más oportunidades de éxito y realización personal. Hoy, México tiene un rumbo claro.”
El mandatario y su equipo se disponían a vivir y disfrutar
el llamado “Momento Mexicano”. Sin embargo, muy pronto la realidad
evidenció que el país se encontraba en la peor crisis de los últimos 80
años y que el gobierno en realidad tendría que luchar por sobrevivir.
El 18 de septiembre, la edición para México de la revista
Esquire y el portal proceso.com.mx divulgaron la versión de una testigo
que denunciaba la matanza de 21 jóvenes a manos de miembros del Ejército
en el municipio de Tlatlaya, Estado de México, el 30 de junio de ese
año. Hasta esos momentos las autoridades mexicanas mantenían la versión
de que los militares habían abatido a 22 delincuentes que los habían
agredido. No obstante, la versión fue tan contundente que al día
siguiente el portavoz del Departamento de Estado, Jeff Ratkhe, exigió
que “las autoridades civiles apropiadas lleven a cabo esas
investigaciones”.
Exactamente una semana después desaparecieron los jóvenes en
Iguala, en lo que –en diciembre de 2015, en una entrevista con Joaquín
López Dóriga en Radio Fórmula– el mismo secretario de Gobernación,
Miguel Ángel Osorio Chong, calificó como una de las dos crisis que más
lastimaron al gobierno federal, incluso a nivel internacional, sin
siquiera imaginar que el daño todavía sería mayor por el empecinamiento
del gobierno en sostener a cualquier costo su llamada “verdad
histórica”, además de la gran torpeza con la que han manejado el caso.
La desaparición llamó la atención de la comunidad
internacional, especialmente de los defensores de derechos humanos y de
las instancias correspondientes de los organismos internacionales
(Organización de las Naciones Unidas y Organización de los Estados
Americanos), que de inmediato emitieron informes y, en algunos casos,
inclusive planearon visitas a México. Los resultados fueron desastrosos
para el gobierno de Enrique Peña Nieto, pues los informes reprobaron la
situación y las políticas nacionales.
La vigilancia internacional fue tan incómoda para el
gobierno mexicano que incluso llegó al nivel de enfrentamiento con la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que precisamente coordinó
el apoyo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI)
que dio seguimiento a las investigaciones del caso Ayotzinapa.
Sin embargo, las evidencias una y otra vez les han dado la
razón a los observadores internacionales. Apenas el pasado miércoles 21,
la Procuraduría General de la República dio a conocer que en los
municipios de Iguala y Cocula detectó más de 40 sitios donde existen
fosas clandestinas, y que investiga más de mil números telefónicos
relacionados con la desaparición.
Lo sorprendente es que justo esas fueron algunas de las
primeras demandas del GIEI, como lo señala en su primer informe, emitido
en septiembre del año pasado: “actualizar de manera constante el mapa
de fosas de cadáveres y restos óseos hallados en Iguala y lugares
aledaños”; asimismo, tener acceso a “los registros de llamadas
telefónicas”. Es decir, precisamente los dos elementos que, dos años
después de los acontecimientos, la PGR dice tener, y al menos un año
después de que la opinión pública conoció las solicitudes puntuales del
GIEI.
Lo cierto es que a partir de ese lamentable episodio los
escándalos y errores del gobierno federal se han sucedido uno tras otro.
La Casa Blanca; las residencias de Malinalco de Luis Videgaray, y las
de Ixtapan de la Sal del mismo presidente; la fuga de Joaquín El Chapo
Guzmán; las matanzas de Apatzingán y Tanhuato, Michoacán, y la visita de
Donald Trump, por citar únicamente los más significativos hasta el
momento.
La desaprobación del desempeño gubernamental continúa en
ascenso y la debilidad de Peña Nieto es tal que tuvo que sacrificar a su
más cercano colaborador, Luis Videgaray.
Sin duda todos estos escándalos han cimbrado al gobierno de
Peña Nieto y han contribuido a su pérdida de popularidad y credibilidad,
pero el único hecho que reaparece de manera recurrente y con la misma
intensidad es la desaparición de los normalistas.
Pese a todos los esfuerzos del gobierno federal por cerrar
el caso no lo logra, entre otras razones porque la opinión pública no
acepta la “verdad histórica”, y mientras no tenga evidencias
incontrovertibles del asesinato de los normalistas, éstos siguen como
desaparecidos y el gobierno tiene que mantener abierta la investigación.
Lo cierto es que el gobierno cavó su propia tumba y hoy
carece de alternativas que le permitan cerrar el caso sin generar un
nuevo escándalo, pues ello implica necesariamente encontrar los restos
de los normalistas, lo cual derrumbaría su “verdad histórica” y sería
catastrófico para el gobierno. Sostenerse en su versión obliga a
mantener el caso abierto, al menos hasta el fin del sexenio, y
periódicamente tendrá que atenderlo con el consiguiente desgaste y,
desde luego, el riesgo de que su sucesor realmente investigue los hechos
y encarcele a los verdaderos responsables de la desaparición y a “sus
encubridores”.
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso