Luis Hernández Navarro / Opinión
El retrato de Jhosivani
Guerrero de la Cruz está pintado en las paredes exteriores de la
escuela telescundaria de Omeapa, a unos cuantos metros de su casa. Junto
a él están los rostros de otros dos amigos suyos del pueblo. Crecieron
juntos y estudiaron juntos. Juntos entraron a la normal rural de
Ayotzinapa. Juntos los desaparecieron.
Omeapa se encuentra a unos 15 minutos en coche de Tixtla de Guerrero, la cabecera del municipio. Tiene poco menos de 400 habitantes, algunos de los cuales aún hablan alguna lengua indígena. Viven en 90 viviendas modestas, muchas con piso de tierra. Más de 40 de ellos, mayores de 15 años, no saben leer ni escribir.
Jhosivani es el menor de siete hermanos de una familia dedicada a la agricultura. De niño le gustaba jugar con carros. Sus familiares aseguran que es un pequeño genio en potencia. Antes de entrar a la normal se la pasaba inventando todo tipo de instrumentos. Quería ser químico, pero ir a la universidad resultó imposible. Sus padres conservan su cuarto tal como él lo tenía antes del trágico 26 de septiembre. Allí están los alambres que utilizaba en sus creaciones.
Sus papás primero lo llamaron Efraín, pero el nombre no se acomodó a él. Después de varios intentos, lo nombraron Jhosivani. De cara espigada, sus compañeros lo apodan el coreano. Cuando lo desaparecieron tenía 20 años. Él entró a la normal para tener una profesión, salir adelante y ayudar a su comunidad.
El pasado 16 de septiembre, Arely Gómez, la procuradora general de la República, declaró que expertos forenses de la Universidad de Innsbruck, en Austria, concluyeron que había una probabilidad de 72 a 1 de que un fragmento de hueso analizado por ellos perteneciera a alguien relacionado (genéticamente) con la madre del estudiante. Los restos fueron encontrados en una bolsa que, según los expertos del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), fue descubierta sin seguir los pasos establecidos en la cadena de custodia. Con absoluta falta de sensibilidad, en lugar de que la procuradora informara primero a los familiares de Jhosivani del hallazgo y sus conclusiones, la funcionaria lo dio a conocer a la opinión pública.
Los integrantes de la EAAF dieron a la versión de la procuradora un inusual varapalo, aclarando que lo que la investigación de Innsbruck sobre los restos concluyó es que hay indicios, pero no certezas (http://goo.gl/3Fa3OS).
Anayeli, la hermana de Jhosivani, piensa que, después de tantas mentiras que les ha dicho el gobierno sobre los muchachos desaparecidos, es difícil que lo que ahora dice sea cierto. Ella; su esposo, Pedro Juárez; su papá, Margarito –al que llaman don Benito–, y su mamá, doña Martina, han buscando incansablemente al muchacho.
Al principio le angustió informar a su madre, muy delicada de salud por tanto penar, de las nuevas afirmaciones de los funcionarios. Profundamente consternada, dijo:
Sólo nos resta esperar y confiar en Dios. ¡Es un dolor profundo y una angustia muy grande la que estoy viviendo por mi hermanito en estos momentos!Y cuando finalmente doña Martina se enteró de la noticia, no le creyó al gobierno.
Para la familia Guerrero de la Cruz y para el resto de los
parientes de los 43 desaparecidos, la vida cambió drásticamente la noche
del 26 de septiembre. La búsqueda de sus muchachos se ha convertido en
el centro de su existencia. Todo cambió. Ya nada es igual para ellos.
Muchos familiares se han trasladado a la Escuela Normal Rural Raúl
Isidro Burgos. Sus días y sus noches trascurren dentro de sus
instalaciones. Allí duermen, comen, se asean, se informan, se organizan,
se encuentran con grupos solidarios. Desde allí pueden afrontar los
nuevos retos que tienen por delante, saber qué está sucediendo, mantener
la búsqueda de sus seres queridos, partir a sus comisiones y
encuentros.
No son pocos quienes han tenido que dejar atrás cosechas, el cuidado
de animales o la preparación de la tierra para nuevas siembras. Otros
han perdido sus empleos. Los trabajos de mantenimiento de predios y
viviendas se han abandonado. La dinámica familiar se ha alterado
profundamente. Hay familias cuyos integrantes se rotan para asistir a
reuniones y marchas.
Al ponerse en movimiento como comunidad organizada le cumplen a sus
hijos. No les ha importado la distancia que hay entre sus casas y la
escuela ni su salud ni su precariedad económica. Lo central en sus vidas
es buscar a sus hijos. Es una urgencia que no permite pausa ni
descanso. Con ellos sueñan, sobre ellos piensan, con ellos hablan, a
ellos dedican sus recuerdos, con ellos sienten.
Entre los familiares de los desaparecidos se han tejido redes de
solidaridad y lazos de afecto capaces de resistir la adversidad y la
desesperanza. Un año juntos, unidos por una tragedia común, los ha
templado como colectivo y les ha permitido enfrentar la diversidad
natural de sus puntos de vista.
Del gobierno, los familiares no esperan nada. Las autoridades los han
engañado, les han transmitido falsas expectativas sobre el paradero de
sus hijos, les han incumplido una promesa tras otra. Varios funcionarios
los ha insultado tratando de sobornarlos, dividirlos y
desprestigiarlos. Las versiones oficiales distorsionando y falseando los
hechos y la utilización del poder mediático a su servicio para
propagarlos han generado enorme frustración y desconfianza. Una y otra
vez, la respuesta a su exigencia de verdad y justicia ha sido la
represión.
Cuando este 24 de septiembre, a casi un año de la tragedia, los
padres de los 43 de Ayotzinapa se encuentren nuevamente con el
presidente Enrique Peña Nieto, lo harán con enorme desconfianza,
sospecha y enojo.
Doña Martina, la mamá de Jhosivani, cuenta:
Me siento mal al no tener a mi hijo cerca de mí. Lo quiero mucho. Él sabe que donde quiera que esté lo voy a buscar. Lo quiero de regreso conmigo. Se lo llevaron vivo y vivo lo quiero de regreso. De muchas otras maneras, el resto de padres, madres y parientes de los desaparecidos dicen lo mismo. A eso van a la reunión con el Presidente: a exigirle la presentación con vida de sus muchachos.