Julio Hernández López - Astillero
De pronto se acumulan
los hechos violentos con implicaciones políticas que parecieran no tener
conexión entre ellos ni obedecer a una directriz central. Durante los
20 meses en que se procesaron las reformas estratégicas deseadas por el
peñismo hubo esfuerzos extraordinarios, con la Secretaría de Gobernación
como eje central nacional, para evitar que actos de represión llegaran a
detonar protestas populares que pudiesen crecer y generar condiciones
adversas para la aprobación de las reformas mencionadas.
Incesantemente
partieron de Bucareli hacia estados y municipios las órdenes tajantes de
no generar ruidos ni turbulencias, a pesar de que hubiese excesos o
provocaciones de parte de grupos opositores. Todo fuera por las
sacrosantas reformas.
Ciertas amarras parecen haber sido soltadas luego de que se
consiguieron esas autorizaciones legislativas. Pareciera que ahora,
cuando ya no es tan necesario cubrir las apariencias, EPN estuviese
dispuesto a actuar conforme a sus motivaciones reales, a demostrar que
mantendrá su diseño reformista al costo que sea y que aplicará mano dura
en cuantos casos sea necesario. Sería la inauguración del
neoatenquismo, es decir, la irrupción del verdadero espíritu represor
que en el estado de México tuvo como momento cumbre las acciones
policiacas contra pobladores opuestos a la construcción de un aeropuerto
federal en sus tierras. Espíritu retadoramente reivindicado por Peña
Nieto frente a un auditorio estudiantil de la Iberoamericana que le era
altamente crítico. Podría ser, también, que la administración peñista
esté llegando a niveles de ineficacia que le impiden manejar los hilos
de los poderes en todo el país. O que grupos priístas inconformes con el
grupo dominante estén moviendo piezas explosivas en un tablero de
familia para demandar mejores rebanadas del reparto en curso.
En ese contexto viscoso y amenazante se ha producido en Iguala la acción contra alumnos de la escuela normal rural de Ayotzinapa por parte de policías y ‘‘pistoleros’’ (¿bandas gobiernistas al estilo de los halcones echeverristas?, ¿bandas ‘‘amigas’’ del crimen organizado que acuden en ‘‘apoyo’’ de los gobernantes para hacer el trabajo sucio?) Ángel Aguirre Rivero, priísta de corazón, gran amigo de Peña Nieto, impulsado por Marcelo Ebrard y ahora aliado de Los Chuchos, mantiene a Guerrero en una zozobra permanente, amarrado a la demagogia como único presunto salvavidas personal y familiar (su hijo será presentado por el perredismo como candidato a presidente municipal de Acapulco). A su vez, el alcalde de Iguala, Jorge Luis Abarca, es un aliado político del gobernador Aguirre.
En tales condiciones resulta difícil creer que lo acontecido en Iguala pudiera haber estado fuera del alcance natural de control político de las autoridades estatales y municipales. Tres ataques en distintos lugares y a diversas horas. Balas expresamente dirigidas contra vehículos que se sabía que habían sido ‘‘tomados’’ por normalistas. Ataque mortal contra jóvenes futbolistas que viajaban en autobús. Decenas de heridos y desaparecidos. El estremecedor hallazgo del cuerpo de un joven, presuntamente también normalista, con la piel del rostro levantada. Y apenas unas horas después, el asesinato en Acapulco del secretario general del comité estatal del Partido Acción Nacional, Braulio Zaragoza Maganda Villalba.
En ese contexto viscoso y amenazante se ha producido en Iguala la acción contra alumnos de la escuela normal rural de Ayotzinapa por parte de policías y ‘‘pistoleros’’ (¿bandas gobiernistas al estilo de los halcones echeverristas?, ¿bandas ‘‘amigas’’ del crimen organizado que acuden en ‘‘apoyo’’ de los gobernantes para hacer el trabajo sucio?) Ángel Aguirre Rivero, priísta de corazón, gran amigo de Peña Nieto, impulsado por Marcelo Ebrard y ahora aliado de Los Chuchos, mantiene a Guerrero en una zozobra permanente, amarrado a la demagogia como único presunto salvavidas personal y familiar (su hijo será presentado por el perredismo como candidato a presidente municipal de Acapulco). A su vez, el alcalde de Iguala, Jorge Luis Abarca, es un aliado político del gobernador Aguirre.
En tales condiciones resulta difícil creer que lo acontecido en Iguala pudiera haber estado fuera del alcance natural de control político de las autoridades estatales y municipales. Tres ataques en distintos lugares y a diversas horas. Balas expresamente dirigidas contra vehículos que se sabía que habían sido ‘‘tomados’’ por normalistas. Ataque mortal contra jóvenes futbolistas que viajaban en autobús. Decenas de heridos y desaparecidos. El estremecedor hallazgo del cuerpo de un joven, presuntamente también normalista, con la piel del rostro levantada. Y apenas unas horas después, el asesinato en Acapulco del secretario general del comité estatal del Partido Acción Nacional, Braulio Zaragoza Maganda Villalba.
Los normalistas rurales de Ayotzinapa buscaban recursos,
incluso autobuses, para participar en los actos del próximo 2 de
octubre. Tan brutal represión en Guerrero atiza el fuego y agrega
motivos a quienes creen que los caminos institucionales están cerrados y
es preferible la acción violenta. También, desde luego, aviva a
infiltrados y provocadores. Pero no es el único combustible lanzado
desde ámbitos gubernamentales a la hoguera juvenil.
Otro ejemplo: en cuestión de días se ha multiplicado la inconformidad
de estudiantes del Instituto Politécnico Nacional contra cambios en
planes de estudio y un reglamento general. La directora de la
institución, Yoloxóchitl Bustamante, no ha mostrado un talante
convincentemente conciliador. Ha anunciado que los cambios académicos se
posponen por un año, pero no que se cancelan. Y que el reglamento
interior se sostendrá. Sus declaraciones en entrevistas periodísticas
han acentuado la suposición de la directora Bustamante de que las
protestas no son realmente académicas y que son movidas por factores
‘‘externos’’.
Luego, para referirse a la posibilidad de que la masacre de Tlatlaya
hubiera sido realizada por militares, Miguel Ángel Osorio Chong recurrió
a una muletilla largamente utilizada por ocupantes del poder para
tratar de quitarle filo a sucesos conflictivos. De haber sucedido así,
dijo el secretario de Gobernación, habría sido un ‘‘caso aislado’’.
No es cierta esa pretensión individualizadora, pues a lo largo del
país y de manera sistemática en años recientes se han producido
episodios en los que bandas de presuntos delincuentes son ‘‘abatidas’’
por soldados que apenas reportan una que otra herida en sus filas, en un
proceso de arrasadora ‘‘limpieza social’’ que considera irredimibles a
los miembros de grupos de delincuencia organizada y por tanto prefiere
la eliminación directa, expedita y ejemplarizante.
En Tlatlaya se está en presencia de un caso que ha sido documentado
en la prensa extranjera y nacional pero, como ése, hay múltiples
episodios oscuros con tufo a ejecuciones como política oficial. La
detención de un oficial y siete soldados no es suficiente ni aceptable,
pues los elementos castrenses presuntamente responsables de los
fusilamientos de Tlatlaya deben ser sometidos a la justicia del fuero
común (total, es la PGR) y no al fuero militar de complacencias
corporativas. Triste papel, por cierto, del presidente de la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos, Raúl (com)Plascencia(s), quien se
avino rápidamente a la versión del ‘‘choque’’ o enfrentamiento entre
presuntos narcotraficantes totalmente eliminados y un Ejército
virtualmente inmune. Y, mientras Gustavo Madero pide licencia en la
presidencia del PAN para ser candidato a diputado federal, ¡hasta
mañana!