15 febrero 2014 | Editorial-La Jornada
Luego de los hechos ocurridos el pasado miércoles en la mina de Charcas, San Luis Potosí, propiedad de Grupo México, en donde murieron cinco personas como consecuencia del desplome de un elevador, la Comisión Nacional de Derechos Humanos informó el envío de un grupo de visitadores adjuntos al socavón accidentado, a efecto de recabar testimonios e información sobre los hechos y determinar posibles violaciones a las garantías individuales. Por su parte, el titular de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete Prida, dijo que corresponderá a las autoridades ministeriales la realización de las pesquisas correspondientes, pero anticipó que habrá sanciones ejemplares para los responsables.
Es sin duda pertinente y necesario que esas investigaciones se realicen en forma exhaustiva y que lleguen a sus últimas consecuencias, no sólo por un elemental sentido de justicia para las víctimas y sus familias, sino también porque la cadena de impunidad que ha prevalecido para este tipo de episodios y la indolencia de las autoridades han fungido, según puede verse, como incentivo perverso para que las muertes trágicas de trabajadores mineros sigan ocurriendo, con regularidad alarmante, en yacimientos del país.
Cabe preguntarse, en efecto, cuántas de éstas muertes se habrían podido evitar si las autoridades hubieran impuesto una sanción ejemplar a los responsables de la tragedia ocurrida en la mina Pasta de Conchos –también propiedad de Grupo México– en febrero de 2006, y si se hubieran adoptado las correspondientes medidas de prevención, seguridad y mantenimiento en los socavones. En cambio, cuando están por cumplirse ocho años de aquel trágico suceso, que cobró la vida de 65 trabajadores, es inevitable recordar que las autoridades de entonces decidieron encubrir las responsabilidad del grupo empresarial encabezado por Germán Larrea, y que dos de los antecesores de Navarrete Prida en el cargo –Francisco Javier Salazar y Javier Lozano– decidieron que era más importante emprender una campaña de desconocimiento, acoso y persecución en contra del sindicato minero que regular y aplicar las condiciones mínimas de seguridad en esos centros de trabajo.
Más allá de la negligencia trágica de los empresarios y de las sanciones que amerita esa conducta, es evidente que las autoridades y las instancias legislativas de nuestro país tienen una responsabilidad principal, por acción y por omisión, en la configuración del poder fáctico e indebido que detentan las mineras y de las condiciones de descontrol e inseguridad que prevalecen en las minas. Resulta impostergable, en consecuencia, revisar el marco legal que ha hecho posible la entrega de millones de hectáreas del territorio nacional, a cambio de casi nada, a los intereses depredadores de esas empresas y establecer mecanismos para regular y sancionar las malas prácticas en que suelen incurrir.
Es perentorio que el Estado mexicano recupere cuanto antes el terreno perdido frente a esas corporaciones y que refuerce las regulaciones sobre un sector que, a la luz de eventos trágicos como el comentado, es sinónimo no sólo de saqueo y devastación, sino también de inseguridad y muerte.