MÉXICO, D.F. (apro).- El martes 22, el general de división Gerardo
Rubén Serrano Herrera, comandante de la Primera Región Militar, aseguró
que con el gobierno de Enrique Peña Nieto el Ejército inició un
“despliegue estratégico operativo” para tener más tropas en todo el país
y reducir los tiempos de respuesta en cualquier contingencia.
Bajo esa explicación oficial, ofrecida por uno de los hombres más
cercanos al general secretario de la Defensa Nacional, Salvador
Cienfuegos Zepeda, resulta ineludible la responsabilidad del Ejército
mexicano en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, la
noche del 26 de septiembre, hace justo un año.
De acuerdo con lo que dijo el general Serrano en la apertura
de las nuevas instalaciones del 108 Batallón de Infantería en Jojutla,
al sur de Morelos, ubicado en la frontera con Guerrero y Puebla, la
obligación del Ejército era responder rápido ante una contingencia que
duró horas y derivó en un crimen de Estado.
Pero el Ejército fue
algo más que omiso. A cuentagotas, ha ido fluyendo información sobre la
actuación de los militares en Iguala en esa noche de vergüenza mundial.
Desde el inicio, el Ejército ha tratado de deslindarse. En la misma
tónica del gobierno federal de que se trataba de un problema local, el
general Cienfuegos ha defendido a sus hombres y a sí mismo.
“No
tuvieron nada que ver”. Es más el cuartel del 27 Batallón de Infantería
estaba casi vacío porque la mayoría del personal estaba franco. Esa
versión del general Cienfuegos se ha caído poco a poco. Fue la misma que
sostuvo en noviembre pasado el entonces subsecretario de la Defensa
Nacional, Daniel Méndez Bazán, ahora diputado federal del PRI, ante la
comisión especial de la Cámara de Diputados por la desaparición de los
normalistas.
En esa reunión, que tuvo lugar en las oficinas de la
Sedena la mañana del 13 de noviembre, el general Cienfuegos admitió que
sus hombres en Iguala advirtieron lo que pasaba porque tenían acceso a
las cámaras del centro de vigilancia policiaco militar conocido como
C-4.
Ese hecho fue dado a conocer por la revista Proceso en diciembre.
El general secretario también admitió que la inteligencia militar sabía
de las relaciones del presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca,
y de su esposa, María de los Ángeles Pineda, hoy presos, con la
delincuencia organizada. Pero en un nuevo intento de deslindar cualquier
responsabilidad, aseguró que el trabajo del Ejército “no es vigilar a
policías municipales ni a jefes de seguridad pública. Sabíamos lo que
sabía todo el mundo” (Proceso 2004).
Esta semana, el periódico español El País dio a conocer que la noche de
la tragedia, a través del C4, inteligencia militar dio la orden a los
soldados en Iguala de no intervenir. “No te acerques mucho ni te
arriesgues”, fue la orden de un oficial de inteligencia a uno de sus
agentes.
Fue conocido también a las pocas horas de la tragedia
que esa misma noche un grupo de militares salió a interrogar a los
estudiantes heridos. Les pedían su “verdadero nombre”. Buscaban a sus
infiltrados. Gracias a una petición de acceso a la información
hecha por el corresponsal de Proceso en Guerrero, Ezequiel Flores, el
Ejército informó que uno de los 43 desaparecidos era un soldado en
activo.
El interés de los expertos independientes de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por interrogar a los militares
del 27 Batallón de Infantería está más que justificada. Pero como Peña
Nieto ha decidido defender al Ejército a costa de sí mismo, el general
secretario Cienfuegos logró frenar cualquier encuentro con los enviados
de la CIDH que llegaron por invitación del propio gobierno mexicano y
cuya informe ha descalificado a través de sus voceros oficiosos.
Peña Nieto ha seguido también la lógica de quienes lo han precedido:
deslindar a la clase política de las acciones de la delincuencia
organizada. Las investigaciones de su gobierno han reducido el caso a
una acción de delincuentes en disputa por el control de una región,
auxiliados por un presidente municipal y sus policías.
Ha optado
por dejar intocadas las estructuras políticas que hicieron posible el
ascenso de Los Rojos y Guerreros Unidos. La delincuencia organizada
requiere de la protección política y de colaboración de las fuerzas de
seguridad para existir. En México, los grupos delictivos, la política y
los cuerpos de seguridad forman una sólida amalgama que ni un crimen de
lesa humanidad como la desaparición forzada de los 43 normalistas ha
servido para revelar su estructura y funcionamiento.