La Jornada - Editorial
La mayoría
parlamentaria integrada por el gobernante Partido Popular (PP) en el
Congreso español aprobó ayer una Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana
–popularmente conocida como ley mordaza–, que entre otras cosas
restringe las manifestaciones ante las sedes legislativas y los
edificios públicos e impone multas a los participantes en movilizaciones
que sean consideradas discrecionalmente como ilícitas.
popularesen la próxima legislatura.
En lo inmediato, sin embargo, es probable que la controvertida ley
entre en vigor si logra superar la aduana del Senado español,
actualmente controlado también por el PP. De ser así, la nación ibérica
experimentará una regresión autoritaria lamentable que la colocará con
un marco jurídico equiparable al de la franquista Ley de Orden Público
–promulgada en 1959–, difícilmente compatible con la jurisprudencia de
la Comunidad Europea contemporánea en materia de libre reunión y
manifestación.
La aprobación y previsible promulgación de la ley mordaza es
particularmente improcedente si se toma en cuenta que las políticas
adoptadas en años recientes por la Moncloa –en coincidencia con el
retorno del PP al gobierno español, e incluso desde los estertores del
último gobierno socialista– amenazan a prácticamente todos los sectores
de la sociedad española –los asalariados, los jubilados, los jóvenes,
pero sobre todo a grupos particularmente vulnerables, como los
desempleados y los trabajadores inmigrantes indocumentados– y que el
propio gobierno ha cancelado en los hechos los canales institucionales
de expresión de las discrepancias políticas y sociales. Ello genera un
caldo de cultivo idóneo para la aparición de protestas sociales como las
que protagonizaron los indignados hace dos años. Movilizaciones que
ahora quedarán sometidas a la criminalización y la persecución a
consecuencia de dicha ley.
Según puede verse, en España persiste la tentación de imponer
tales medidas valiéndose de excesos represivos y acciones de
criminalización de la protesta social.
Esta combinación –insensibilidad oficial, indignación popular y
ausencia de cauces institucionales para expresarla y convertirla en
acción política– pudiera resultar sumamente costosa para el actual
régimen español, en la medida en que constituye una condición de riesgo
de estallidos sociales incontrolables. Es previsible que éstos no podrán
ser contenidos con medidas autoritarias como la recientemente aprobada
Ley de Seguridad Ciudadana, sino con acciones que reduzcan el déficit de
representatividad y legitimidad que padece la institucionalidad
española contemporánea.