La Jornada - Editorial
El segundo aniversario
de la llegada de Enrique Peña Nieto a la presidencia, que se cumplió
ayer en un escenario político y social convulsionado, hace pertinente
revisar el desempeño de su gobierno en este primer tercio del sexenio en
curso.
La reforma educativa –que fue sobre todo una suerte de reforma
laboral para el gremio magisterial– generó un vasto movimiento de
descontento entre los maestros y otros sectores sociales y ahondó la
fractura ya existente entre la dirigencia oficialista del Sindicato
Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y la disidencia
aglutinada en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación
(CNTE).
La reforma energética, que abrió el sector al capital privado
nacional y extranjero, significó una afectación a la soberanía nacional y
a las finanzas del Estado, toda vez que éste, en lo sucesivo, tendrá
que compartir la renta petrolera con inversionistas particulares.
La reforma fiscal –indispensable para paliar la merma de recursos
públicos derivada de la anterior– afectó por igual a los grandes
empresarios, la clase media, los profesionistas y las clases populares, y
es en buena medida la razón por la cual la economía no ha podido
despegar: el incremento generalizado de impuestos ha tenido un efecto
recesivo que debilita el mercado interno, reduce las perspectivas de
inversión y tiene, para colmo, una incidencia inflacionaria.
La reforma de telecomunicaciones, por su parte, dejó el negocio en
manos de unos cuantos, no implicó democratización alguna en el acceso a
las concesiones de radiofrecuencias ni introdujo mecanismos efectivos de
control para impedir que el músculo mediático de los grandes consorcios
se convierta en poderes políticos fácticos e ilegítimos.
Por otra parte, el gravísimo deterioro de la seguridad pública
y del estado de derecho en buena parte del territorio nacional,
problema heredado de la administración calderonista, fue atendido con
una perspectiva eminentemente mediática y no se realizó el deslinde que
se requería con respecto de la estrategia contraproducente y fallida del
panista. En Guerrero y Michoacán, por ejemplo, el actual gobierno se
concentró en desactivar las respuestas sociales a la suplantación de la
autoridad por las organizaciones delictivas en lugar de enfrentar el
problema principal.
El conjunto de alteraciones constitucionales y legales operadas por
el gobierno peñista fue visto con buenos ojos por gobiernos y medios de
Estados Unidos y de Europa, sin reparar en que los problemas
estructurales del país –la desigualdad, la pobreza, el abandono de los
sectores mayoritarios de la población, la impunidad, la corrupción, la
opacidad, la descomposición institucional y la crisis de
representatividad, entre otros– permanecían básicamente intocados. En
tales circunstancias, la bárbara agresión perpetrada en Iguala el 26 de
septiembre contra estudiantes normalistas de Ayotzinapa vino a detonar
una crisis nacional cuyos componentes estaban aquí desde hace tiempo y
que hoy amenaza con volverse una ingobernabilidad manifiesta.
Es claro que el grupo gobernante tendría que emprender un viraje
general en todos los terrenos, especialmente en el económico y en el
político, y formular un nuevo proyecto político acorde con la gravísima
situación por la que atraviesa México, así sea para garantizar la
viabilidad de la actual administración en los cuatro años que le restan.