Adolfo Sánchez Rebolledo - Opinión
No hubo sorpresa.
Después de una marcha multitudinaria ejemplar por la organización de sus
filas, la protesta se vio enturbiada por la acción de los provocadores y
la represión subsiguiente. Al concluir el acto en el Zócalo los
infiltrados se dieron vuelo atacando a la guardia militar que protege la
Puerta Mariana de Palacio Nacional, mientras los asistentes pedían a
gritos pero sin éxito el cese de la violencia. Luego, las cargas
policiales barrieron la plaza, deteniendo sin discriminar a decenas de
asistentes que estaban en la manifestación pero sin participar en los
actos violentos. La historia se repite: incomunicadas, golpeadas, las
víctimas de las cargas policiales se convierten mediante un acto de
autoridad en los culpables de instigar la desestabilización del país.
Como en los viejos tiempos, las acusaciones parten de los mismos agentes
del orden, destacadamente los granaderos, cuyo historial de
arbitrariedades es tan amplio como la ineptitud de sus mandos para
actuar sin violentar las reglas. A los 11 detenidos en cárceles
federales se les acusa de los delitos de motín, asociación delictuosa y
tentativa de homicidio, acusaciones que sólo se entienden como recurso
para crear confusión y temor ante el caso Iguala-Ayotzinapa. Como dije
aquí hace una semana, las autoridades locales y federales siempre
aseguran tener identificados a los provocadores que actúan a plena luz
del día, pero éstos nunca son los que se presentan ante el juez, lo cual
refuerza la desconfianza y envenena el momento, con la obvia intención
de cargar contra la movilización pacífica la responsabilidad por la
ruptura del orden legal. Cierto es que a crear esas condiciones
contribuyen los actos vandálicos y los llamados delirantes a enfrentar a
la fuerza pública a los que poco importa que la protesta crezca
incorporando nuevos contingentes pacíficos.
Pero las fallaspoliciacas implican grandes riesgos, ya que la arbitrariedad de las detenciones viene a ser el corolario de la amenazante campaña en favor de la mano dura que está en curso, bajo la premisa de que tras las movilizaciones existe una conjura para desestabilizar al Estado. Da la impresión de que las fuerzas gobernantes perdieron la brújula y no saben cómo enfrentar la crisis sin tocar los viejos resortes autoritarios, apelando a la verdad y al trato maduro de las justas reclamaciones de la sociedad. El Presidente ha anunciado cambios importantes en relación con temas cruciales, pero no se advierte la decisión de escuchar y atender la necesidad de un cambio de rumbo, una genuina y profunda reforma institucional que comience desmontando las redes de impunidad y corrupción que nos ahogan. Da la impresión de que la Presidencia aspira a un cambio formal y no a un reajuste a fondo de las prioridades nacionales. Después de años y decenas de miles de muertos y desaparecidos, el tema de la inseguridad se sigue pensando en función de
pactoscocinados en los cubículos de los políticos, con la aquiescencia de los empresarios y otros poderes fácticos, pero no se advierte un discurso comprensivo con las víctimas, un planteamiento integrador que trascienda los temas que hoy aparecen fragmentados, sin relación sustantiva.
El Presidente denuncia a quienes pretenden poner en un predicamento su
proyecto de nación(y entre ellos engloba a quienes piden su renuncia en las calles), sin reconocer que la crisis es real y que muchos ciudadanos no están de acuerdo con que las reformas estructurales sean la respuesta que México requiere para salir adelante. La descalificación de la crítica, so pretexto de la estabilidad, es la vieja receta del autoritarismo. Ayotzinapa-Iguala ha puesto al desnudo la profundidad de la crisis moral y política que aqueja al Estado, pero también demuestra la fragilidad de las fuerzas políticas para afrontar una situación que claramente las desborda.
Al gobierno le preocupa la caída de la imagen del país en el
exterior. Y tiene razón, pero se equivoca de medio a medio si cree que
esta visión puede mejorar con reformas cosméticas o explicaciones
parvularias. ¿Cómo hacerle entender al mundo que en este país con
aspiraciones de potencia el gobierno no pueda dilucidar cómo y por qué
los hechos acaecidos en un municipio comprometen la gobernabilidad, la
vigencia de las instituciones de justicia, el equilibrio de fuerzas, la
paz pública?
El hecho insoslayable es que en este México adolorido es posible
desaparecera 43 jóvenes estudiantes sin que dos meses después se pueda cerrar la investigación. La realidad es que años de violencia han sembrado de fosas clandestinas el territorio nacional. La verdad es que los migrantes cruzan el país como si fuera el mismo infierno. Dicho en breve: la descomposición no es un invento de conspiradores ni de la mirada fría del observador extranjero. Urgen grandes reformas que sólo pueden alimentarse de la voluntad popular. Muy bien que se adelanten planes para fortalecer el estado de derecho, pero la sociedad reclama acciones políticas, no discursos. Hechos concretos, no promesas.
Todo indica que estamos ante una nueva etapa. La crisis de los
partidos, al comienzo de un nuevo proceso electoral, no es menor. La
pérdida de confianza y credibilidad, que suele ocultarse bajo las
inercias conservadoras y la manipulación mediática, afecta al presente y
el futuro. Las salidas facilonas, las ocurrencias, no deberían soterrar
la reflexión necesaria.
La renuncia de Cuauhtémoc Cárdenas al PRD confirma que el ciclo de la
unidad de la izquierda, tal y como se concretó en 1988 (y antes), ha
terminado y no se renovará sin el esfuerzo consciente de las nuevas
generaciones de militantes. El crimen de Iguala hizo saltar una forma de
hacer política que, junto con otras instituciones del Estado, no
corresponde a las necesidades del México de hoy. Sin embargo, lejos de
hacerse la autocrítica requerida, el PRD persiste en el error de no
asimilar sus propias experiencias, saludando como un logro la pérdida de
cuadros y militantes o el encierro en el corsé de las corrientes.
Cárdenas había hecho desde tiempo atrás una serie de propuestas para
reconstruir el partido, pero no tuvo eco en el grupo dirigente. Fue
ignorado cuando a la organización más le importaba cerrar filas. Los
partidos, al menos los de izquierda, son necesarios para proponer a la
ciudadanía un programa por el cual luchar que no salta del mero sentido
común imperante. No hay ganadores automáticos Por ello han de ser
abiertos, deliberantes, democráticos, capaces de corregir sus errores.
Cuando se convierten en maquinarias para ganar votos a cualquier precio
se desnaturalizan como representantes de la ciudadanía o se transforman
en meras agencias de empleo sin ideología. El país necesita otra cosa.