La Jornada - Editorial
Tras la manifestación
efectuada en esta capital el sábado pasado, en demanda de justicia para
los tres estudiantes normalistas asesinados y los 43 desaparecidos en
Iguala el 26 de septiembre por fuerzas policiales, un pequeño grupo de
encapuchados incendió una de las puertas de Palacio Nacional. De manera
posterior, en un amplio perímetro del Centro Histórico, efectivos
federales y locales realizaron entre 20 y 22 detenciones, varias con
violencia y algunas, manifiestamente arbitrarias e injustificadas. En
todos los casos, salvo uno –el de un periodista–, los capturados fueron
puestos a disposición de la Subprocuraduría Especializada en
Investigación de Delincuencia Organizada (Seido), y hasta el cierre de
esta edición la mayoría permanecía detenidos.
Entre los detenidos figuran un menor de edad en situación de calle,
una edecán de un bar céntrico que fue sacada por la fuerza de su lugar
de trabajo y cuatro comensales de establecimientos cercanos al lugar de
los hechos; dos transeúntes fueron capturados en Eje Central –es decir,
demasiado lejos del lugar de los hechos como para que las autoridades
pudieran alegar flagrancia– y uno más fue detenido por ayudar a un
herido, y fue golpeado durante el traslado a la sede de la Procuraduría
General de la República.
Tan condenable como la violencia de quienes dañaron la sede del Poder
Ejecutivo –que, por añadidura, es monumento valioso, propiedad de la
nación– es el atropello policial reiterado contra ciudadanos inocentes,
la incapacidad de las fuerzas del orden para distinguir entre inocentes y
presuntos culpables y la detención injustificada –que en algunos casos
sobrepasó las 24 horas– de personas al azar.
No debe omitirse el hecho de que semejante conducta de las
corporaciones policiales se ha convertido ya en un patrón de conducta
desde el primero de diciembre de 2012: se permite que pequeños grupos
que actúan en forma paralela a movilizaciones pacíficas emprendan
acciones violentas y después se detiene a personas que no participaron
en ellas. Pero en el tiempo transcurrido desde entonces, lejos de
corregir esa tendencia de las fuerzas del orden al abuso y al atropello,
se han incrementado las detenciones arbitrarias e injustificadas,
seguidas, en algunos casos, de la fabricación de imputaciones en contra
de los capturados.
Por lo demás, resulta particularmente lamentable que una
manifestación de protesta por un crimen perpetrado por una fuerza
policial, como lo fue la agresión contra estudiantes normalistas en
Iguala en septiembre pasado, se salde con abusos de autoridad, así sean
de una escala mucho menor, contra ciudadanos inocentes. Adicionalmente,
cada detención arbitraria y sin fundamento se traduce en un margen mayor
de impunidad para los culpables verdaderos de desmanes y actos
vandálicos. De esta manera la legalidad resulta vulnerada por quienes
están encargados de hacerla prevalecer, se debilita el estado de
derecho, se acelera el descrédito de las instituciones y se multiplica
el descontento, de por sí vasto, que recorre al país.
En las capturas del sábado pasado las fuerzas del orden cometieron
delitos que ameritan una aplicación de las leyes tan clara y rigurosa
como el ataque a Palacio Nacional. Y, en términos generales, cabe
demandar que las autoridades respectivas emprendan de manera urgente una
profesionalización de los efectivos policiales de todos los niveles de
gobierno para impedir que situaciones como la referida terminen de
destruir la de por sí escasa confianza de la ciudadanía en quienes
tendrían que velar por su seguridad.