La Jornada - Editorial
El titular de la
Procuraduría General de la República (PGR), Jesús Murillo Karam, hizo
oficial ayer que los restos humanos encontrados en fosas clandestinas el
pasado 4 de octubre en las inmediaciones de Iguala no pertenecen a
ninguno de los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa
secuestrados ocho días antes por efectivos policiales de ese municipio.
Falta por realizar, se infiere, el cotejo de ADN de los familiares de
los normalistas desaparecidos con los cuerpos descubiertos en los días
subsecuentes.
En forma paralela se multiplica la tarea de las autoridades estatales
y federales: a la obligación de encontrar a los estudiantes
desaparecidos, localizar a la totalidad de los responsables
intelectuales y materiales de esas desapariciones y de los seis
homicidios de septiembre pasado, esclarecer el crimen de Arturo
Hernández Cardona y otros dos activistas sociales asesinados
presuntamente por el edil prófugo José Luis Abarca en mayo del año
pasado, las autoridades estatales y federales tienen ante sí la
obligación de identificar los restos que se han ido encontrando en estas
dos semanas. Más aún, es inocultable la necesidad de esclarecer,
explicar y actuar legalmente ante la cadena de indolencias, fallos y
posibles encubrimientos que permitieron, tanto en el ámbito estatal como
en el federal, la entronización de la delincuencia organizada en el
ayuntamiento de Iguala. El panorama se complica en la medida en que
tanto el gobierno guerrerense como la PGR –instancias que resultan
fundamentales para realizar tales tareas– se encuentran en un fuego
cruzado de señalamientos por presuntas omisiones en el asunto.
Es imposible ignorar que tanto el gobierno federal como los
partidos de la Revolución Democrática (PRD) y Acción Nacional (PAN) han
venido usando la tragedia y la atrocidad para buscar réditos electorales
de cara a los comicios locales y federales del año entrante. Así, el
Ejecutivo federal ha mostrado una actitud zigzagueante, primero
insistiendo en responsabilizar al gobierno guerrerense de las
investigaciones, luego atrayéndolas, y desentendiéndose de su propia
responsabilidad por haber permitido que la delincuencia organizada se
apoderara del municipio de Iguala; por su parte, la corriente que
controla al PRD, Nueva Izquierda, ha defendido hasta el desfiguro al
mandatario estatal –de filiación perredista– y ha llegado a condicionar
la salida de Ángel Aguirre Rivero a que se proceda en forma similar con
el gobernador del estado de México, Eruviel Ávila, por los grados de
violencia criminal y de impunidad –ciertamente inadmisibles– que
registra esa entidad, limítrofe con Guerrero. Para no quedarse atrás, la
bancada senatorial del PAN pidió ayer la declaratoria de desaparición
de poderes en la entidad sureña y la destitución del titular de la PGR
por omisiones en su cargo, toda vez que no ordenó investigar el homicidio de Hernández Cardona, con lo cual, a juicio de los senadores panistas, se habrían podido evitar los homicidios y desapariciones de estudiantes.
Las súbitas indignaciones, las exigencias destempladas de justicia y
las dudosas muestras de empatía con los normalistas de Ayotzinapa –los
muertos, los desaparecidos y los que siguen presentes– se utilizan,
invariablemente, contra adversarios electorales, y se omite, en todos
los casos, las responsabilidades propias: para empezar, la que
corresponde a las tres principales formaciones políticas del país por
haber creado durante años un clima de hostilidad contra los estudiantes
de ese plantel –responsabilidad compartida por la mayor parte de los
medios informativos– y por haber consentido, desde sus respectivas
posiciones de poder, la infiltración de cárteles y mafias en todos los niveles de la institucionalidad nacional.