Editorial-La Jornada
De acuerdo con los testimonios recabados en trabajos periodísticos recientes, el tiroteo del pasado 30 de junio en el municipio de Tlatlaya, estado de México –donde 22 civiles, entre ellos una menor de edad, fueron ultimados por el Ejército– pudo ser distinto de la versión oficial de que la acción masiva se dio en el contexto de un enfrentamiento iniciado por presuntos delincuentes. Los testimonios señalados, en conjunto con comentarios formulados por la organización Human Rights Watch –que refieren que las marcas de balas en los muros de la bodega donde se desarrollaron los hechos no se corresponden con los patrones típicos de un tiroteo– sugieren que en ese lugar ocurrió la muerte a mansalva por parte de efectivos militares, versión que se ve respaldada por la consideración de que todas las víctimas se encuentran en el bando de los presuntos agresores.
De acuerdo con los testimonios recabados en trabajos periodísticos recientes, el tiroteo del pasado 30 de junio en el municipio de Tlatlaya, estado de México –donde 22 civiles, entre ellos una menor de edad, fueron ultimados por el Ejército– pudo ser distinto de la versión oficial de que la acción masiva se dio en el contexto de un enfrentamiento iniciado por presuntos delincuentes. Los testimonios señalados, en conjunto con comentarios formulados por la organización Human Rights Watch –que refieren que las marcas de balas en los muros de la bodega donde se desarrollaron los hechos no se corresponden con los patrones típicos de un tiroteo– sugieren que en ese lugar ocurrió la muerte a mansalva por parte de efectivos militares, versión que se ve respaldada por la consideración de que todas las víctimas se encuentran en el bando de los presuntos agresores.
En tal perspectiva, es deseable y necesario que la Procuraduría General de la
República (PGR) dé continuidad a las pesquisas que anunció ayer en un comunicado
y que la Secretaría de la Defensa Nacional respalde esas investigaciones. El
esclarecimiento de los hechos resulta a estas alturas insoslayable porque se
asiste a la posibilidad de un acto inadmisible cometido por efectivos militares
del Estado mexicano, así como de un posible afán de encubrimiento e impunidad de
mandos y civiles ante hechos que han sido puestos en el foco de la atención
pública a raíz de investigaciones periodísticas.
En una perspectiva más general, la circunstancia vuelve a poner de manifiesto
el carácter improcedente del uso de las fuerzas armadas en tareas de seguridad
pública que debieran estar a cargo de corporaciones civiles.
Haya sido o no producto de una agresión de las víctimas mortales, el hecho
del pasado 30 de junio no debiera tener cabida en el contexto del estado de
derecho, en el que la pena de muerte está proscrita. Los delincuentes no deben
ser ultimados, sino detenidos y puestos a disposición de las autoridades
ministeriales y judiciales correspondientes.
Lo cierto es que el hecho de Tlatlaya no es el primero en que mueren civiles
por disparos de efectivos castrenses, ni el primero en el que se alega que los
decesos derivaron de agresiones previas de presuntos delincuentes. Hasta ahora,
sin embargo, no se han dado a conocer resultados de investigaciones verificables
que permitan esclarecer hechos similares o que hayan derivado en sanciones para
los responsables de uso desmedido –y letal– de la fuerza.
Es necesario, en consecuencia, que la PGR actúe con credibilidad y esclarezca
los hechos. También es impostergable dar un viraje a la estrategia gubernamental
contra la delincuencia. Las fuerzas armadas de nuestro país son un componente
sumamente valioso del entramado institucional, y una forma de protegerlas es
evitar que sus elementos realicen aportaciones a la cuota diaria de
ejecuciones en el país.