Lo peor fue la
aberrante decisión pretoriana de catear a infantes. Los niños mexicanos
bajo sospecha gendarmeril (es decir, la Policía Federal) de delincuencia
organizada o por organizar, eventuales portadores de pañales de
destrucción cuando menos olfativa, edad temprana ya criminalizada al
considerar a los pequeños posibles ‘‘mulas’’ (presuntos cargadores de
peligros sembrados por adultos malévolos) por el poder tan soberbio y
distante que acaba teniendo miedo de sus propios convidados a fiestas
antaño populares que ahora devienen caricaturas que en realidad son
historias de cortesanos con mala conciencia.
Un Zócalo capitalino convertido en estacionamiento de grupos de mexiquenses e hidalguenses transportados en autobuses con cargo a los erarios deseosos de garantizar cierta asistencia controlada a un acto presuntamente cívico que transcurrirá entre el semblante sombrío del tañedor en turno de la campana central del Palacio Nacional, las modas femeninas provenientes (según las voces conocedoras de ese mundillo de la indumentaria de lujo) del catálogo de Óscar de la Renta (de la renta petrolera, dirían algunos) y ese dejo de fideicomiso de liquidación histórica que imprime Enrique Peña Nieto con su alocución carente siquiera de emotividad histriónica (¿pasión hubiera habido si se hubieran agregado vivas más adecuados para el momento que se vive? Por ejemplo: ¿‘‘¡vivan los (anti) héroes que nos dieron Exxon!’’, ‘‘¡vivan las reformas estratégicas que nos quitaron patria!’’, ‘‘¡viva el Pacto por México que nos ha dado mal gobierno!)
Falsa emotividad patriotera aderezada por los magos mediáticos de Los Pinos que hacen aparecer a cuadro a juglares del sexenio que proclaman a coro destemplado su adhesión al jefe (‘‘Peña, Peña’’, es la breve letanía que las cámaras oficiales ponen a cuadro como si de un hallazgo impensado se tratara). No se llena la plancha de la Plaza de la Constitución y, a pesar de los incentivos en especie (la torta, el frutsi, los plátanos, entre otros ingredientes de la cruzada contra el hambre de reconocimiento popular, aunque sea comprado), de los acarreos regionales apenas emisores de una que otra porra burocrática, de la música populachera previa y posterior al momento ‘‘cumbre’’, de los estallidos tradicionales de pólvora y de la escenografía del poder que celebra independencias y revueltas con la firme intención de conjurarlas por siempre, el Grito peñista del segundo año parece políticamente afónico, visualmente tétrico, montaje con pliegues a la vista, confesión involuntaria de que la materia de esos festejos rutinarios va a la baja, en proceso de disolución ante los nuevos factores que atan el país a nuevos imperios.
Ni siquiera la aparatosidad del poder logra en esta ocasión arrollar a los ciudadanos que impotentes han visto a sus pequeños ser manoseados por policías federales en busca de armas o material ‘‘prohibido’’. Un convoy de lujo se encamina con la prepotencia acostumbrada a llevar al sarao a cuando menos una de las hijas del matrimonio Peña-Rivera. La prole se da cuenta de quién viaja en esas camionetas blindadas y se opone al paso, exigiendo que esos personajes caminen ‘‘como los demás’’, entre bombardeo de espuma en lata, manotazos sobre las carrocerías imperiales y consignas poco enteradas de que en México se ha ido instalando una suerte de familia real. A bordo, el celular y sus posibilidades de chateo son el refugio de Sofía Castro (hija de Angélica Rivera y de José Alberto Castro, El Güero, hermano de Verónica, despedido como productor de Televisa una semana atrás ‘‘¡por sus adicciones y sus malos manejos!’’, según una fuente altamente especializada en esos temas, Tvnotas. Finalmente, entre el nerviosismo del Estado Mayor, los vehículos retroceden y optan por otro camino sin súbitos opositores.
Para confirmar que el Zócalo nomás no se le da (salvo para
estacionamiento privado de automóviles de poderosos), al siguiente día
el licenciado Peña Nieto presencia una escena de mal fario. El poderío
militar en pleno participa en las ceremonias del 16 y a la hora de izar
en el centro de la Plaza de la Constitución la magna Bandera Nacional
ésta cae, desprendiéndose de lo alto. Ese tipo de incidentes suelen ser
entendidos como augurios negativos, como simbolismo oscuro. Mal ha de
cuidar a su país un poder que no puede controlar el buen uso del
histórico Zócalo capitalino, que permite ofensivos estacionamientos de
élite ‘‘por error’’, que hace catear a niños por estimar que pueden ser
peligrosos y que ve caer su bandera por motivos ¿fortuitos?
Ah, eso sí. Apenas pasaron las fiestas capitalinas, el poder federal,
con EPN por delante, se desplazó hacia Baja California Sur para atender
los infortunios que se viven a causa del más reciente huracán Odile.
Es explicable que el ocupante de Los Pinos tuviera que mantenerse en el
Distrito Federal a sabiendas de que era protocolariamente necesaria su
presencia en las celebraciones de la Independencia nacional. Pero los
demás funcionarios federales debieron acudir con presteza a la atención
del problema peninsular sin esperar siquiera a que empezaran las
ceremonias en las que su asistencia era absolutamente prescindible. ‘‘En
estos momentos’’ viajo a Baja California Sur, anunció en Twitter el
director de Lala-Conagua, después que terminó la programación militar en
el Zócalo capitalino. Osorio Chong también apareció por aquellos lares
atentísimo, dedicado, después de las celebraciones palaciegas. Tarde,
pero sin sueño.
En otro plano de la tragicomedia nacional, Gustavo Madero Muñoz encabezó una ceremonia blanquiazul
del Grito con el telón de fondo de los 75 años de vida del principal
partido conservador mexicano. El político chihuahuense hizo esfuerzos
retóricos que entre más profundidad trataban de alcanzar más
contrastaban con la deplorable realidad del panismo actual, sumido en
escándalos de corrupción, inmoralidad, abusos desde el poder alcanzado y
un acelerado y acaso irreversible distanciamiento respecto de los
postulados originales del partido que se enorgulleció de ser el de la
decencia y la legalidad. ¡Hasta mañana!