Editorial-La Jornada
El pasado jueves, el Sindicato
Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) inició una campaña que
consiste en la entrega de alcancías a los educandos con el supuesto fin
de fomentar en ellos la
cultura del ahorro, pero que en la realidad se traduce en una colecta de recursos entre estudiantes y sus padres
para atender alguna necesidad que elija el propio donador, en su entidad de origen.
Aunque la campaña es impulsada por el sindicato magisterial –al grado
de formar parte de su Programa de Cultura Financiera–, no puede
soslayarse que tiene como telón de fondo el avance, en el plano
educativo, de la visión tecnocrática y privatizadora que ha acompañado
la implantación del modelo político-económico que impera, en el marco
del cual la convivencia social ha sido suplantada por la ley de la
selva, los derechos han sido sustituidos por
oportunidadesy la beneficencia privada ha remplazado paulatinamente a los mecanismos públicos de redistribución de la riqueza. El ámbito educativo no ha quedado excluido de esta transformación estructural: el correlato ineludible de la colecta comentada es una reforma educativa que otorga a las escuelas una
autonomía de gestióncon el supuesto fin de que los recursos públicos que llegan a ellas sean utilizados eficientemente, pero que en los hechos delega en las familias de los alumnos el sostenimiento y el mantenimiento de los centros de enseñanza, legalizando así en los hechos las impresentables cuotas que suelen requerirse al inicio de los ciclos educativos.
Ahora, según puede verse, al engaño de esa autonomía se suma la conversión del mantenimiento de las escuelas en asunto de caridad, lo que contraviene claramente los principios de la educación pública: en efecto, si existe un ámbito en que la mano del Estado debiera ser incuestionable es en la optimización de los planteles educativos de nivel básico y, entre éstos, en aquellos ubicados en las zonas más marginales.
Los grandes obstáculos para una educación pública de calidad comienzan con el abandono deliberado de las obligaciones del Estado en materia educativa, reflejado en un evidente desdén presupuestal; en las condiciones ruinosas en que se encuentran la mayoría de las escuelas públicas y en la concesión de todo el ciclo de enseñanza básica y media a una cúpula sindical amafiada que devora la mayor parte de los recursos destinados a la educación –de por sí magros en relación con el rezago educativo que enfrenta el país– y que ha acumulado, con base en ello, un considerable poder político. Cabe preguntarse, a este respecto, si los recursos que se obtengan a partir de esta campaña –que ya ha sido popularmente bautizada como el Sntetón, por sus similitudes con el Teletón– se emplearán efectivamente en forma transparente, como promete el SNTE, o irán a parar al agujero de la corrupción proverbial con que se conduce el sindicato.